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PARADOJAS DEL TRABAJO

Tatiana Lobo

El primero de mayo me quedé en casa. Me molesta ver a los necios que desde las aceras gritan “vagos, vayan a trabajar” No, no fui, pero supe que la policía detuvo a unos jóvenes anarquistas y los golpeó salvajemente. ¿Por qué la policía se ensañó con un pequeño grupo, ignorando a la masa sindical y sus dirigentes? ¿Significa que para el gobierno Arias resulta más peligroso un muchacho con un tarro de pintura que todos los sindicatos juntos? Pero esto será analizado más adelante. Lo que me ocupa de manera inmediata son las paradojas del trabajo.

Es un desatino “celebrar” el Día del Trabajo. En épocas anteriores a la industrialización, el trabajo era algo tan despreciable que precisamente por eso se inventó la esclavitud, que luego la modernidad llamó “trabajo asalariado”. Antes, griegos, romanos, caballeros feudales, etc. eran todo deportes, dados, justas y buen vivir. Hasta que el capitalismo, al ver que así no iba a para ningún lado, le pidió ayuda a la reforma protestante. Entonces, Calvino santificó el trabajo, decretó abstinencia, y la idea se propagó por todo el mundo cristiano. Y llegó al Vaticano pese a que la Biblia en ningún momento dice que el trabajo es santo, al contrario, dice que el trabajo es un castigo. Y tan es así que la palabra trabajo viene del latín, tripalium, un instrumento de tortura parecido al cepo.

El trabajo es un cepo. Eso lo sabemos todos y todas. Paul Lafargue descubrió las maliciosas maniobras que hacen del trabajo un instrumento de dominación, advirtió la extraña locura que genera, y propuso darle vuelta a la tortilla para luchar por el derecho al ocio. Claro, se ganó la enemistad del capitalismo que ve en el ocio un sabotaje a la plusvalía. Y de paso también la antipatía del comunismo que ve en el ocio un sabotaje a la producción. Lafargue, con su libro, El derecho a la pereza, no quedó bien con nadie. Supongo que lo tienen doblemente prohibido en China, donde se practican los dos sistemas a la vez. Los cubanos lo leen de soslayo, pero lo leen. Y es que Lafargue nació en Cuba.

Amar el ocio no es privativo de las Antillas, como vulgarmente se cree. Por defender el ocio murieron los mártires de Chicago, en 1889. Querían reducir la jornada laboral, trabajar menos, tener más tiempo libre. Después, para controlar la insubordinación del ocio, la burguesía determinó que la vagancia es mala porque no produce nada que se pueda vender. Los muchachos anarquistas que apaleó la policía por pintar las paredes del Museo Nacional, el último primero de mayo, son malos porque son “vagos”. Y son vagos porque los graffiti no tienen valor de mercado, habría que venderlos con todo y tapia. Y si esto llegara a suceder el escritorio de Rocío Fernández quedaría expuesto a la curiosidad peatonal, por eso está tan molesta. Por su parte, los sindicalistas son buenos mientras trabajan, si hacen huelga pasan a vagos. Según esta lógica, irrebatible a mi modo de ver, técnicamente la policía comete vagancia puesto que sus palizas no tienen valor ni de uso ni de cambio: es de conocimiento público que la oferta de palizas ahuyenta la demanda. Es más, como los policías son empleados del estado, las palizas las financian los mismos que las consumen. De donde se concluye que la policía es una “burbuja” de la cual es mejor deshacerse a tiempo, antes de que se produzca un efecto dominó de imprevisibles consecuencias. .

La adicción al trabajo es la religión del sacrificio. Pero no se crea que el alma de las y los trabajadores alcanza la gloria eterna. No. Es la industria farmacéutica la que accede a la eternidad. Funciona así: para aumentar la productividad se exige un hiperactivismo que desemboca en estrés que produce insomnio que se trata con narcóticos que producen depresiones que deben ser aliviadas con antidepresivos que bajan el rendimiento que obliga a la ingesta de anfetaminas para mantener el hiperactivismo que aumenta la productividad. Al llegar aquí, la victima, hecha un puré de psicotrópicos, es despedida por incapaz. Lo que para nada le importa a la industria farmacéutica porque hay un millón de futuras víctimas peleándose por ocupar el lugar de la anterior.

Es tan fuerte la locura por el trabajo, que ni el mismo poder que la desata escapa a su demencia. Quienes gobiernan el mundo, apresados en su propio tripalium, son narcodependientes necesitados de cocaína o heroína. Si sus maletines ejecutivos fuesen investigados en cada reunión de la OMC, en los foros económicos, o cumbres presidenciales, constataríamos lo que ya sospechamos, que el planeta está en manos de individuos con estado de conciencia alterada.

¡Y así no se puede trabajar!

 

 

 

 

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