“La
OEA, puede decirse que,
rezume sangre desde su
propia creación”
Raúl Castro Ruz
16 de abril del 2009
El texto que aparece más abajo es tomado de
Luis Suárez Salazar: Las bicentenarias agresiones
de Estados Unidos contra América Latina y el
Caribe: Fuente constante del Terrorismo de Estado en
el hemisferio occidental
http://www.terrorfileonline.org/es/index.php/Su%C3%A1rez_Salazar,_Luis._
1948: Manchada con la sangre derramada por el pueblo
colombiano durante la desorganizada insurrección
popular (conocida como “el Bogotazo”) y
la draconiana represión –que siguió
al asesinato del líder popular Jorge Eliecer
Gaitán, la IX Conferencia Internacional de Estados
Americanos fundó laOrganización de Estados
Americanos (OEA) y, bajo la presión del entonces
Secretario de Estado norteamericano George Marshall
(1947-1949), aprobó la Resolución sobre
la Preservación y Defensa de la Democracia en
las Américas, de clara matriz anticomunista.
Días antes, una sangrienta sublevación
–encabezada por el “demócrata
anticomunista” José Figueres—, había
derrotado a las fuerzas populares y
comunistas que apoyaban al gobierno del socialcristiano
costarricense Teodoro
Picado (1944-1948). Tal acción -que dejó
un saldo de 2000 muertos—, fue
favorecida por una invasión militar realizada
con el apoyo de la Legión del Caribe,
en la que tenía un indiscutible peso político-militar
el recién “electo” gobernador
colonial de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín.
Este, previamente, había instituido la
llamada Ley Mordaza dirigida a reprimir las luchas por
la independencia que
venían desarrollándose desde años
atrás en ese archipiélago caribeño.
Paralelamente, la Casa Blanca respaldó la brutal
represión emprendida por las
autoridades coloniales británicas contra las
manifestaciones populares y pro
independentistas que ya se venían produciendo
en la llamada “Guyana británica”.
También respaldó los golpes de Estado
que instauraron en Perú la dictadura
militar del coronel Manuel Odría (1948-1956)
y en Venezuela una Junta Militar en la que ocupó
el Ministerio de Defensa el coronel y posterior dictador
Marcos
Pérez Jiménez.
1949: La administración Truman respaldó
la ola de terror desatada por el
gobierno colombiano presidido por Mariano Ospina Pérez
y por su mentor y
posterior presidente, Laureano Gómez (1950-1953).
Como consecuencia de esa
política represiva y de la mal llamada “violencia
liberal-conservadora” se calcula
que, entre 1948 y 1953, perdieron la vida entre 200
mil y 300 mil colombianos y
colombianas.
1950: El gobernador colonial de Puerto Rico, Luis Muñoz
Martín y la Guardia
Nacional estadounidense, emprendieron una violenta represión
contra el
movimiento independentista de Puerto Rico con el pretexto
de sofocar la audaz,
pero frustrada sublevación del Partido Nacionalista
que proclamó la República de
Puerto Rico.
Paralelamente, la Casa Blanca respaldó en Haití
el golpe militar que llevó a la
presidencia de ese país al general Paul Magloire
(1950-1956), quien
inmediatamente se sumó a los gobiernos latinoamericanos
y caribeños que –
dentro de los marcos de la OEA—, respaldaron la
agresión estadounidense
contra la entonces recién fundada República
Democrática y Popular de Corea
(RDPC).
1951: Tomando como pretexto el desarrollo de la Guerra
de Corea (1950-1953),
se efectuó en Washington una Reunión de
Consulta de los Ministros de
Relaciones Exteriores de todos los países latinoamericanos
y caribeños
integrantes del Sistema Interamericano. En esa reunión
–a instancias del
presidente Harry Truman—, se aprobó una
Resolución sobre el Fortalecimiento
de la Seguridad Interior de los Estados del Hemisferio
Occidental. Ella posibilitó el
despliegue de centenares de asesores militares estadounidense
en toda la
región, quienes ejercieron un nefasto papel en
la conformación de los represivos
Ejércitos de la mayoría de los países
latinoamericanos y caribeños, en tanto, a
partir de 1952, doce gobiernos de esa región
(ocho de ellos, de la Cuenca del
Caribe) firmaron Convenios de Asistencia Militar con
Estados Unidos en el marco
del Programa de Seguridad Mutua, que venía impulsando
la Casa Blanca desde
1945.
1952: Con vistas a evitar la elección del candidato
presidencial del Partido del
Pueblo Cubano (Ortodoxo), la Casa Blanca respaldó
un golpe de Estado contra el
corrupto gobierno de Carlos Prío Socarrás
(1948-1952) en Cuba. Este fue
encabezado por el general Fulgencio Batista, quien de
inmediato desató una
sangrienta represión contra todos los sectores
opuestos a su dictadura.
Paralelamente, triunfó la Revolución
Boliviana de 1952, encabezada por el
reformista Movimiento Nacional Revolucionario (MNR)
dirigido por Víctor Paz
Estensoro. A pesar de sus inconsistencias políticas,
la Casa Blanca le aplicó un
potente cerco político, diplomático, económico
y militar que sólo fue debilitado
cuando Paz Estenssoro comenzó a realizarle diversas
concesiones a los Estados
Unidos.
A su vez en Puerto Rico, en medio de una feroz e indiscriminada
represión contra
el movimiento independentista, las fuerzas de ocupación
estadounidenses
institucionalizaron el mal denominado Estado Libre Asociado
(ELA), que todavía
sirve de fachada a la dominación colonial de
los Estados Unidos sobre ese
archipiélago.
1953: En correspondencia con la estrategia de “contención
al comunismo”,
diseñada por su antecesor y con vistas a crear
“un clima amigable” para las
inversiones de los monopolios norteamericanos, el presidente
republicano Dwight
Eisenhower (1953-1961), fortaleció sus vínculos
con todas las dictaduras militares
o las “democracias represivas” existentes
en América Latina y el Caribe.
Igualmente, respaldó la intervención militar
británica contra el fugaz gobierno
(duró 133 días) del destacado líder
independentista y socialista del pueblo
guyanés, Cheddi Jagan, quien había obtenido
la mayoría de los votos en las
elecciones parlamentarias del año precedente.
En consecuencia, nuevamente se
implantó en esa nación caribeña
una “dictadura (terrorista) del Departamento de
Colonias británico”.
1954: Con el respaldo de la OEA, la Casa Blanca, la
CIA y las fuerzas armadas
de los Estados Unidos –aplicando métodos
terroristas contra la población civil y
con el apoyo de las cruentas dictaduras militares de
Honduras y Nicaragua—,
organizaron la llamada “Operación Éxito”;
o sea, la invasión mercenaria que
derrocó al gobierno democrático, popular
y nacionalista guatemalteco presidido
por Jacobo Arbenz (1951-1954).
Este fue sustituido por el sanguinario teniente coronel
(posteriormente
autoascendido a general) Carlos Castillo Armas (1954-1957),
quien –luego de
haber sido reclutado por la CIA cuando cursaba instrucción
militar en la Escuela
de Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos—
encabezó el mal denominado
Ejército de Liberación Nacional de Guatemala.
Bajo su mandato se
institucionalizó un régimen terrorista
de Estado que acabó con la vida de miles de
guatemaltecos.
Paralelamente, las Embajadas estadounidenses en Paraguay
y Brasil se
implicaron en la organización de los golpes de
Estado que condujeron al
derrocamiento del presidente “pro peronista”
Federico Chávez (1949-1954) y del
segundo gobierno de Getulio Vargas (1950-1954), respectivamente.
Como
consecuencia de esas acciones –con el apoyo de
la Casa Blanca—, ocupó la
presidente de Paraguay el general Alfredo Stroessner,
quien hasta 1989,
encabezó uno de los regímenes terroristas
de Estado más prolongados del todo
el Hemisferio Occidental.
1955: Antecedido por una sangrienta sublevación
militar respaldada por los
sectores más reaccionarios del Partido Radical
y de la Iglesia Católica, así como
con el apoyo directo de las marinas de guerra de Estados
Unidos y del Reino
Unido, fue derrocado —mediante un cruento golpe
militar— el segundo gobierno
constitucional de Juan Domingo Perón (1952-1955).
Lo sustituyó el general Pedro
Eugenio Aramburu (1955-1958), quien, mientras duró
su dictadura (1955-1958),
desató una feroz represión contra todos
los militantes y dirigentes del Partido
Justicialista (peronista), así como contra otros
destacamentos populares.
Adicionalmente, emprendió otras acciones dirigidas
a normalizar las relaciones de
Argentina con Estados Unidos.
1956: Con el cínico pretexto de celebrar el
130 aniversario del Congreso
Anfictiónico convocado en 1826 por Simón
Bolívar, por primera vez en la historia
de las relaciones interamericanas, el Presidente norteamericano
Dwight
Eisenhower se reunió en Panamá con casi
todos sus homólogos
latinoamericanos y caribeños. Solo faltaron a
la cita los dictadores de Colombia,
Gustavo Rojas Pinillas (1953-1957), y de Honduras, Julio
Lozano Díaz (1954-
1956), quienes meses después, fueron derrocados
por violentas sublevaciones
populares que solamente pudieron ser aplacadas mediante
sendos “cuartelazos”
estimulados por las Embajadas estadounidenses en Bogotá
y Tegucigalpa.
1957: Luego del ajusticiamiento en el año precedente
del fundador de la dinastía
somocista, Anastasio Tacho Somoza, se realizaron en
Nicaragua “elecciones
presidenciales”. En estas resultó electo,
en medio de un agobiante clima
represivo, Luis Somoza Debayle (1957-1963), quien nombró
a su hermano
Anastasio Tachito Somoza Debayle Jefe de la Guardia
Nacional, como “regalo de
graduación” por sus “excelentes notas”
en la Escuela Militar de West Point,
Estados Unidos. Así se garantizó –con
el respaldo de la Casa Blanca y del
Pentágono— la continuidad del régimen
terrorista instaurado en ese país
centroamericano desde 1936.
Paralelamente, en Haití, la Embajada estadounidense
“santificó” el fraude
electoral que llevó a la presidencia de Haití
a François Duvalier (“Papa Doc”),
quien –siempre con el apoyo oficial norteamericano—
inauguró un régimen
terrorista dinástico que se prolongó hasta
1986.
1958: Con el abierto apoyo de la Casa Blanca y del
Pentágono, la dictadura de
Fulgencio Batista emprendió una masiva operación
militar (la llamada Ofensiva
de Verano) dirigida a aniquilar al Ejército Rebelde,
encabezado por el
comandante Fidel Castro. Luego de la derrota de esa
operación militar, la
administración de Eisenhower emprendió
inútiles maniobras —incluida un nuevo
golpe de Estado— dirigidas a frustrar el triunfo
de la Revolución cubana.
Paralelamente, en medio de grandes protestas populares,
el entonces
vicepresidente norteamericano, Richard Nixon, visitó
diversos países
latinoamericanos; entre ellos, Bolivia, Perú
y Venezuela. En este último, fue tal la
repulsa popular que Eisenhower movilizó unidades
de la marina de guerra hacia
las costas venezolanas; pero esa baladronada fue rechazada
por el pueblo
venezolano y por el gobierno provisional del contralmirante
Wolfang Larrazabal.
Asimismo, luego del asesinato “por bandoleros
de su propia camarilla” del
dictador guatemalteco Carlos Castillo Armas, la Casa
Blanca propició la elección
como presidente del candidato de la “oposición
permitida” Miguel Ydígoras
Fuentes; quien por encargo de la CIA también
había estado vinculado con la
invasión mercenaria organizada por Estados Unidos
que derrocó al gobierno de
Jacobo Arbenz.
1959: Inmediatamente después del triunfo de
la Revolución Cubana del 1ro de
Enero de 1959, la administración de Dwight Eisenhower
y la CIA impulsaron la
realización de diversas acciones terroristas
dirigidas al derrocamiento del
gobierno revolucionario cubano, así como al asesinato
de algunos de sus
dirigentes; en primer lugar, al entonces Primer Ministro,
comandante Fidel Castro.
En algunos de esos planes, tuvo una destacada participación
el sátrapa
dominicano Rafael Leónidas Trujillo; quien también
había estado implicado en
planes para desestabilizar al entonces Presidente de
Venezuela, Rómulo
Betancourt (1959-1964).
En consecuencia, la OEA convocó una reunión
de Consulta de Ministros de
Relaciones Exteriores dirigida a evaluar “las
tensiones en el Caribe”. En ella la
Casa Blanca maniobró infructuosamente con vistas
a obtener una resolución de
condena a las primeras acciones de beneficio popular
emprendidas por la
Revolución Cubana. Simultáneamente, naves
de la Marina de Guerra
estadounidense constantemente comenzaron a merodear
las aguas
jurisdiccionales cubanas con vistas a “intervenir
en caso que se produjera una
crisis en Cuba”.
1960: Acorde con los planes previamente elaborados
por la Casa Blanca para
derrocar a la Revolución Cubana (incluido el
inicio del entrenamiento en
Guatemala de una fuerza mercenaria organizada por la
CIA), se efectuó en Costa
Rica la VII Reunión de Consulta de Ministros
de Relaciones Exteriores de la OEA.
Esta aprobó una Declaración en la que
–además de imponer de manera
oportunista sanciones económicas contra el régimen
de Trujillo, quien había
organizado un frustrado atentado contra el presidente
venezolano Rómulo
Betancourt—, estableció que la solidaridad
hacia la Revolución cubana que
habían expresado la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas y la República
Popular China “ponían en peligro la seguridad
interamericana”. Se inició así –bajo
las presiones del Departamento de Estado— una
cascada de resoluciones de la
OEA contra Cuba.
Paralelamente, con el apoyo de las Misiones Militar,
Naval y Aérea, así como de
la Embajada de Estados Unidos, la satrapía de
Leónidas Trujillo acentuó su
carácter terrorista con vistas a destruir la
intensa movilización antidictatorial que
se había desencadenado en República Dominicana.
1961: A pesar de las promesas del joven mandatario
demócrata John F. Kennedy
(1961-1963) de crear “una civilización
americana en la que, dentro de la rica
diversidad de sus propias tradiciones, cada nación
[fuera] libre de seguir su
propio camino hacia el progreso” y dándole
continuidad a los planes contra la
Revolución Cubana iniciados por la administración
precedente, la Casa Blanca, la
CIA y el Pentágono –con el apoyo de las
dictaduras militares de Nicaragua y
Guatemala— perpetraron la invasión mercenaria
Playa Girón. A su vez, tratando
de neutralizar la adversa reacción que produjo
esa “primera derrota imperialista
en América Latina”, la Casa Blanca impulsó
la Alianza para el Progreso cuyo
carácter demagógico y contrainsurgente
fue rápidamente denunciado por el
comandante Ernesto Che Guevara. Previamente, un comando
organizado y
armado por la CIA eliminó a uno de sus hijos
putativos, el sátrapa dominicano
Rafael Leonidas Trujillo.
Gracias a las demostraciones realizadas frente a las
costas dominicanas por
varias naves de guerra estadounidenses y al apoyo de
la Embajada
norteamericana en Santo Domingo, hasta fines de año,
logró mantenerse en la
presidencia el maquiavélico representante de
la “burocracia trujillista”, Joaquín
Balaguer. Este –con el apoyo del Jefe de las Fuerzas
Armadas, Ramfis Trujillo—
desencadenó una brutal represión contra
todos los opositores a la dictadura.
1962: Siguiendo directrices de la Casa Blanca, la VIII
Reunión de Consultas de
Ministro de Relaciones Exteriores de la OEA (efectuada
en Montevideo), expulsó
a Cuba de esa organización regional. Meses más
tarde, durante la llamada Crisis
de los Mísiles, con el respaldo unánime
de la OEA, John F. Kennedy desplegó
una “cuarentena” (bloqueo) naval alrededor
de Cuba con el propósito de impedir
que el pueblo cubano —haciendo uso de su soberanía
nacional—, adquiriera todas aquellas armas soviéticas
que considerase necesarias para defenderse de
los planes de intervención militar directa contra
la Revolución que —siguiendo los
lineamientos de la denominada Operación Mangosta—
continuaba preparando el
gobierno de los Estados Unidos. Tal y como había
previsto el primer ministro de
Cuba, Fidel Castro, las negociaciones soviético-estadounidenses
con las que
concluyó esa crisis, no impidieron que continuaran
los diversos planes de los
círculos de poder norteamericanos –incluidos
el empleo del terrorismo— dirigidos
a destruir a la Revolución Cubana.
Las antes mencionadas resoluciones anticubanas de la
OEA fueron favorecidas
por los golpes de Estado propugnados por la Casa Blanca
que se produjeron en
Argentina y Perú. En el primer caso, contra el
gobierno de Arturo Frondizi (1958-
1962) y, en el segundo, contra Manuel Prado Ugarteche.
Este fue
transitoriamente sustituido por el general Ricardo Pío
Pérez; mientras que el
primero fue remplazado por el Senador José María
Guido, quien fue fácilmente
manipulado por las Fuerzas Armadas.
LA “DOCTRINA JOHNSON”
1963: Dándole continuidad a la cadena de golpes
de Estado propugnados por la
Casa Blanca, sucesivos “cuartelazos” se
produjeron en Ecuador, Guatemala,
Honduras y República Dominicana. En el primer
caso, fue derrocado por una
Junta Militar el presidente Carlos Arosemena (1961-1963).
En el segundo, el
presidente “constitucional” Miguel Ydígoras
Fuentes fue derrocado por su Ministro
de Defensa, el coronel Enrique Peralta Azurdia, quien
–en medio de un
acentuado clima de violencia—se mantuvo en el
cargo hasta 1967. En el tercero,
el presidente liberal Ramón Villena (1957-1963)
fue reemplazado por la larga
dictadura militar encabezada por el coronel Osvaldo
López Arellano (1963-1975).
Y, en el último, fue derrocado el breve gobierno
(sólo duró siete meses) del
afamado intelectual y político dominicano Juan
Bosch. Lo sustituyó durante tres
años un Triunvirato integrado por los principales
Jefes de las Fuerzas Armadas.
Según las indagaciones históricas, el
derrocamiento de Bosch contó con el
respaldo expreso del Presidente norteamericano John
F. Kennedy; mientras que,
luego del asesinato de este mandatario (22 de noviembre
de 1963) y a pesar de
ciertas contradicciones, el Triunvirato fue respaldo
por la Administración de
Lyndon B. Johnson (1963-1969), autor de la “doctrina”
que autorizó a las Fuerzas
Armadas estadounidenses a intervenir unilateralmente
o a emprender “guerras
limitadas” o “preventivas” en cualquier
parte del mundo donde estuvieran
amenazados los “intereses norteamericanos”.
La máxima expresión de ese
enunciado fue la criminal Guerra de Vietnam (1964-1973).
En esta el aparato
político-militar estadounidense ensayó
todos los métodos terroristas de Estado
que fueron incorporados a sus diversas estrategias contrainsurgentes
contra
América Latina y el Caribe.
1964: En correspondencia con la reaccionara política
desplegada por el
Presidente Lyndon B. Johnson, las fuerzas armadas estadounidenses
reprimieron
violentamente una manifestación de estudiantes
que reclamaba la soberanía
panameña sobre la Zona del Canal de Panamá.
A su vez en Brasil, y con el descarado apoyo del Embajador
norteamericano en
Río de Janeiro, fue derrocado el gobierno nacionalista
y democrático de Jôao
Goulart (1961-1964). Lo sustituyó el mariscal
Humberto Castelo Branco (1964-
1967) propugnador –junto a los altos mandos del
Ejército norteamericano— de
las llamadas “fronteras ideológicas”
y de los sangrientos “regímenes de seguridad
nacional” (militares o cívico-militares)
que se instauraron durante más de dos
décadas en América Latina y el Caribe.
Bajo las nefastas influencias de esas “doctrinas”,
se fundó el llamado Consejo de
Defensa Centroamericano (CONDECA); órgano estatal
que, en estrecha
coordinación con el Comando Sur de las Fuerzas
Armadas estadounidenses
(SOUTHCOM) basificado en Panamá, coordinó
las diversas estrategias
contrainsurgentes y terroristas desplegadas por las
dictaduras militares o los
regímenes cívico-militares instalados
en Guatemala, Honduras, El Salvador y
Nicaragua.
Paralelamente, con el respaldo del Pentágono,
el gobierno colombiano presidido
con el conservador Guillermo León Valencia (1962-1966)
emprendió la llamada
Latin American Security Operation (más conocido
como “el Plan LASO”), dirigida
a derrotar, a sangre y fuego, incluidos potentes bombardeos
contra la población
civil, las mal llamadas “repúblicas independientes”
de Marquetalia, Río Chiquito,
El Pato y Guayabero.
Asimismo, con la descarada participación de
la CIA, fue derrocado mediante un
virtual golpe de Estado, el segundo gobierno (1961-1964)
del líder del Partido
Progresista del Pueblo (PPP) de Guyana, Cheddi Jagan.
Adicionalmente, la Casa
Blanca admitió la represión desatada por
la llamada Quinta República francesa –
presidida por Charles de Gaulle (1959-1969)— contra
la victoria electoral de una
coalición de partidos de izquierda que propugnaban
la ampliación de la
autonomía de Martinica.
En ese contexto y mediante diversos chantajes, la IX
Reunión de Consulta de
Cancilleres de la OEA (efectuada en Washington), aprobó
una nueva resolución
obligando a todos los Estados miembros a romper sus
relaciones diplomáticas,
comerciales y consulares con la Revolución Cubana.
Fue acatada por todos los
gobiernos latinoamericanos y caribeños, con excepción
del mexicano. Como
parte de esa política, el establishment de la
seguridad estadounidense se
inmiscuyó descaradamente en la campaña
electoral chilena en la que fue
nuevamente “derrotado” el candidato de las
fuerzas populares, Salvador Allende.
Resultó el electo el presidente democristiano
Eduardo Frei Montalva (1964-1970);
quien levantó la demagógica consigna de
“revolución con libertad y sin sangre”.
1965: Cuarenta y dos mil efectivos de las fuerzas armadas
estadounidenses —
apoyados por la OEA, por la JID y por un destacamento
de las Fuerzas Armadas
brasileñas— intervinieron en República
Dominicana con vistas a derrotar la
Revolución popular y constitucionalista encabezada
por el coronel Francisco
Camaño Deñó. Tal levantamiento
popular perseguía el retorno a la presidencia
del afamado intelectual y político Juan Bosch;
quien –cumpliendo instrucciones
de la Casa Blanca— fue retenido en Puerto Rico
por el gobernador colonial Luis
Muñoz Marín (1949-1965).
Paralelamente, con el respaldo de Estados Unidos, la
recién estrenada dictadura
militar boliviana encabezada por los generales René
Barrientos y Alfredo Ovando
(ambos integrantes de la Junta Militar que, a fines
de 1964, había derrocado al
segundo gobierno constitucional de Víctor Paz
Estenssoro) desplegó una brutal e
indiscriminada represión contra el movimiento
popular; en primer lugar, contra los
combativos trabajadores mineros y contra el movimiento
estudiantil. En la
organización de las estructuras represivas de
ese régimen terrorista tuvo una
participación destacada el connotado oficial
de las SS hitleriana y agente de la
CIA, Klaus Barbie, históricamente conocido como
“el carnicero de Lyon”.
1966: Con el declarado apoyo de la Casa Blanca, un
golpe militar capitaneado
por el fatídico general Alejandro Lanusse, derrocó
al presidente constitucional
argentino Arturo Illia (1963-1966). Este fue “institucionalmente”
sustituido por el
general Juan Carlos Onganía (1966-1970), quien
durante su mandato y con el
respaldo de la Logia fascista italiana P2 (Propaganda
Política), colocó los
primeros pilares político-ideológicos,
económicos y militares del brutal régimen
terrorista de Estado que se instauró en ese país
suramericano una década
después.
Al mismo tiempo, y como fruto de la ilegitima intervención
militar “hemisférica” del
año precedente, asumió nuevamente la presidencia
“constitucional” de República
Dominicana el trujillista Joaquín Balaguer. Este
–con el indeclinable respaldo del
establishment de la política exterior y de seguridad
de Estados Unidos—
implantó, durante doce años consecutivos
(1966-1978) un régimen cívico-militar
terrorista que costó la vida a cientos de dominicanos
y dominicanas.
Paralelamente, la Casa Blanca y el gobierno británico
conspiraron para
mediatizar los procesos de descolonización que
se venían desarrollando en la
cuenca del Caribe. Así, en Jamaica, mediante
el empleo de diversos medios
(incluido la violencia política) favorecieron
las sucesivas victorias electorales de
los candidatos del derechista Partido Laborista de Jamaica
(JLP) y, en Guyana,
hicieron todo lo que estuvo a su alcance –incluido
el estímulo por parte de la CIA
de conflictos raciales entre la población afro
americana y de origen hindú—, para
evitar una nueva victoria electoral del ya estigmatizado
candidato socialista del
PPP, Cheddi Jagan.
1967: La confrontación histórica entre
el latinoamericanismo y el
panamericanismo se simbolizó en la celebración
en Punta del Este, Uruguay,
bajo la conducción de Lyndon B. Johnson, de la
Segunda Conferencia de
Presidentes Americanos y en la realización, en
La Habana, de la Primera
Conferencia de Solidaridad con los Pueblos de América
Latina. Unos meses
después, cumpliendo órdenes de la Casa
Blanca, y antecedido por la criminal
Matanza de la Noche de San Juan (23 de Junio) y por
otras brutales medidas
terroristas contra la población civil, fueron
vilmente asesinados en Bolivia el
comandante Ernesto Che Guevara y otros combatientes
internacionalistas
integrantes del Ejército de Liberación
Nacional (ELN) de ese país. En tales
crímenes tuvieron una destacada participación
diversos agentes de la CIA, así
como los asesores militares estadounidenses directamente
vinculados a la
dictadura del general René Barrientos y al Jefe
del Ejército, general Alfredo
Ovando.
Paralelamente en Uruguay, y con el apoyo del gobierno
estadounidense y de la
dictadura de “seguridad nacional brasileña”
(ahora capitaneada por el general
Artur Da Costa e Silva (1967-1969)— se instaló
constitucionalmente en el
gobierno el dueto integrado por el ex general Óscar
Gestido y por su
vicepresidente Jorge Pacheco Areco.
Con el apoyo de Estados Unidos también asumió
en este año la presidencia
“constitucional” de Nicaragua, el último
descendiente de la dinastía somocista, el
entonces Jefe de Guardia Nacional Anastasio Tachito
Somoza; quien durante sus
doce años de mandato (1967-1979) fortaleció
el régimen terrorista de Estado
instaurado por su predecesores.
1968: Con el apoyo de la Casa Blanca y de las dictaduras
de seguridad nacional
de Argentina y Brasil, se comenzó a institucionalizar
en Uruguay la “dictadura
cívico-miliar” de Óscar Gestido
y Jorge Pacheco Areco; quienes durante sus
sucesivos mandatos (1967-1971) generalizaron la represión,
el crimen y la tortura
de sus opositores políticos. Así sentaron
las bases del régimen terrorista de
Estado que se instauró en la otrora llamada “Suiza
de Suramérica” entre 1972 y
1985. En esa evolución, tuvieron un papel determinante
los asesores de la CIA,
con fachada de Funcionarios de la AID, encabezados por
el tristemente célebre
“maestro de torturadores” Dan Mitrione,
posteriormente ajusticiado por el
Movimiento de Liberación Nacional Tupac Amarú.
Paralelamente, en México el pro imperialista
gobierno de Gustavo Díaz Ordaz
(1964-1970) provocó la llamada “Matanza
de Tlatelolco". Como respuesta a la
misma se produjo una ola de indignación y luchas
populares desarmadas y
armadas. Estas fueron contenidas mediante el despliegue
de una brutal
estrategia represiva, particularmente en las zonas rurales
y urbanas donde
operaban el Movimiento de Acción Revolucionaria
y el Frente Urbano Zapatista.
LA “DOCTRINA NIXON”
1969: Con el apoyo del entonces recién electo
presidente republicano Richard M.
Nixon (1969-1976) y de la Marina de guerra estadounidense,
la Royal Dutch Army
de Holanda desembarcó más de mil paracaidistas
con vistas a sofocar una
poderosa sublevación popular, encabezada por
el recién constituido Frente
Obrero y de Liberación de Curazao. Simultáneamente,
la Casa Blanca comenzó a
desarrollar diversas estrategias –incluidas la
aplicación de sanciones
económicas— contra los gobiernos militares
nacionalistas de Perú y Panamá,
liderados desde el año precedente, por el general
Juan Velasco Alvarado y por el
teniente coronel Omar Torrijos, respectivamente.
A la par, Nixon y su entonces jefe del Consejo Nacional
de Seguridad, Henry
Kissinger, organizaron un viaje por Suramérica
del multimillonario y otrora
Coordinador de la Oficina de Asuntos Interamericanos
del Departamento de
Estado, Nelson Rockefeller; quien elaboró un
informe donde propuso el
“reforzamiento del sistema de “seguridad
colectiva” del Hemisferio Occidental y
de la OEA. También recomendó estrechar
los vínculos de Estados Unidos con los
círculos militares de América Latina y
fortalecer “los esfuerzos propios” que
estaban desarrollando algunos gobiernos latinoamericanos
y caribeños para “conjurar la revolución
social”. Se sentaron así algunos de los
pilares de la
“Doctrina Nixon”. En oposición a
las intervenciones militares, más o menos
directas, ejecutadas por sus predecesores, esta pretendía
“latinoamericanizar” la
represión en el Hemisferio Occidental.
1970: Con vistas a tratar de frustrar la victoria electoral
del candidato de la Unidad
Popular chilena, Salvador Allende, la CIA emprendió
diversas acciones (incluido
el alevoso asesinato del entonces jefe del ejército,
general René Schneider)
dirigidas a provocar una crisis institucional que propiciara
un golpe de Estado.
Ante la decisión del Congreso chileno de ratificar
la victoria electoral de Allende,
la administración Nixon –junto a las fuerzas
más reaccionarias de la sociedad
chilena— emprendió un sistemático
plan de desestabilización económica, política
y militar de ese gobierno popular.
Paralelamente, la Casa Blanca y el gobierno del Reino
Unido respaldaron las
draconianas medidas represivas emprendidas por el premier
Eric Williams (1962-
1981) con vistas a sofocar, a sangre y fuego, el violento
estallido popular
encabezado por el National Joint Action Committee en
Trinidad y Tobago. Tal
represión se produjo bajo la mirada cómplice
de las fuerzas militares
estadounidenses acantonadas en la base militar de Chaguaramas,
instalada en
esa nación caribeña desde la Segunda Guerra
Mundial.
1971: Con el respaldo de la Casa Blanca, de la Embajada
estadounidense en La
Paz, así como de las dictaduras militares de
Brasil y de Argentina, los sectores
más reaccionarios de las fuerzas armadas y de
las clases dominantes bolivianas
desencadenaron un sangriento golpe de Estado contra
el gobierno del general
Juan José Torres (1970-1971), quien –con
el respaldo y la presión del
movimiento popular— encabezó un nuevo intento
cívico-militar por actualizar y
llevar a vías de hecho los principales postulados
democráticos y nacionalistas de
la traicionada Revolución boliviana de 1952.
Como consecuencia de ello se
instauró la sanguinaria dictadura terrorista
del general Hugo Banzer Suárez
(1971-1979).
Posteriormente, se develó un nuevo (y frustrado)
plan de la CIA con vistas a
asesinar al presidente cubano Fidel Castro durante las
visitas oficiales realizadas
a Chile, Perú y Ecuador. Igualmente, se conocieron
nuevos detalles de los planes
desarrollados por el gobierno y por algunas empresas
transnacionales
norteamericanas –como la International Telephone
and Telegraph (ITT)—
dirigidas a crear las condiciones político-militares
que, dos años más tarde, le
permitieron derrocar violentamente al gobierno popular
de Salvador Allende.
Luego de la muerte por causas naturales de François
Duvalier, y con el apoyo de
la Casa Blanca, asumió el gobierno de Haití
su hijo Jean-Claude Duvalier (Baby
Doc); quien en ese momento sólo tenia 19 años
de edad. Continuó así, hasta
1986, el régimen terrorista instaurado en ese
país desde 1957.
1972: El establishment de la política exterior
y de seguridad de Estados Unidos,
la Junta Interamericana de Defensa (radicada en Washington)
y las sanguinarias
dictaduras de Guatemala y Nicaragua se implicaron de
manera directa en la
cruenta derrota de la sublevación popular –respaldada
por el Movimiento de
Jóvenes Militares— que estalló
en El Salvador como reacción ante el descarado
fraude electoral contra el candidato de la Unión
Nacional Opositora, Napoleón
Duarte, protagonizado por el testaferro de la oligarquía
salvadoreña, coronel
Armando Molina. Luego de esos sangrientos acontecimientos,
en las siguientes
dos décadas, una nueva ola de “terror blanco”
estremeció a El Salvador.
Paralelamente la Casa Blanca mantuvo su respaldo al
régimen de terror instalado
en Guatemala tanto por el gobierno del Dr. Julio César
Méndez Montenegro
(1996-1970), como por el general Carlos Arana Osorio
(1970-1974). Este último
aplicó una estrategia genocida en las zonas indígenas
donde operaban las
principales organizaciones guerrilleras guatemaltecas.
Igual –con el respaldo de
la CIA— emprendió una brutal represión
en las principales ciudades del país.
1973: Con la participación de la Casa Blanca,
del Pentágono, de la CIA, al igual
que de la ITT, la Braden Cupper Corporation y de otros
monopolios
norteamericanos, así como antecedido por el férreo
bloqueo de los organismos
financieros internacionales (FMI, BM) e interamericanos
(BID), fue derrocado y
asesinado el presidente constitucional chileno Salvador
Allende. Se inició así el
prolongado régimen de terror instaurado por la
dictadura militar fascista (1973-
1990) del general Augusto Pinochet.
Previamente, con el respaldo de los Estados Unidos
y de las “dictaduras de
seguridad nacional” instauradas en Brasil y Paraguay,
se institucionalizó en
Uruguay la dictadura terrorista del general Juan María
Bordaberry (1971-1976).
Al mismo tiempo, con el contubernio de la Embajada
norteamericana en Buenos
Aires y de los regímenes de seguridad nacional
antes referidos, comenzaron a
formarse los primeros grupos terroristas –como
la Alianza Anticomunista
Argentina—, que mediante la eliminación
física, individual o colectiva de
importantes cuadros y activistas de las organizaciones
de izquierda –peronistas y
no peronistas— comenzaron a desestabilizar al
recién instaurado “gobierno
Cámpora-Perón”.
A su vez, la Casa Blanca y su poderosa misión
militar en República Dominicana
respaldaron la decisión del segundo gobierno
“constitucional” de Joaquín
Balaguer (1970-1974) de asesinar, a sangre fría,
al líder constitucionalista
Francisco Caamaño Deñó y a sus
principales seguidores. Estos habían
desembarcado en ese país con vistas a iniciar
la lucha armada guerrillera.
Paralelamente, con el respaldo de los imperialismos
anglosajones el gobierno
colonial de Granada, encabezado por el dictador Eric
Gairy, emprendió una
draconiana represión contra los luchas por la
verdadera independencia de esa
pequeña isla caribeña; entre ellas, el
ametrallamiento de una pacífica
manifestación popular que pasó a la historia
de ese país como “el domingo
sangriento”.
1974: Como parte de su política de agresiones
económicas hacia el continente, la
Casa Blanca promulgó una nueva Ley del Comercio,
de cuyos beneficios
quedaron excluidos Venezuela y Ecuador por ser integrantes
de la Organización
de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Asimismo, amenazó con represalias parecidas a
los demás países del continente (Perú,
Panamá, Ecuador, Jamaica,
Guyana,...) que, por aquellos años, se integraron
a diversas organizaciones
internacionales dirigidas a defender los precios de
sus principales productos de
exportación, por ejemplo, el banano, el cobre,
el estaño, la bauxita y el petróleo.
A su vez, luego de la muerte de Juan Domingo Perón
(1ro de julio de 1974), el
agente de la CIA José López Rega, entonces
Ministro de Bienestar Social del
débil gobierno de Isabel Martínez (1974-1976),
emprendió una oleada de
acciones terroristas contra el movimiento popular. A
la vez, comenzó a conspirar
con el sanguinario y corrupto Jefe de la Marina de guerra,
almirante Emilio
Massera, con vistas a producir un “golpe blanco”
o un nuevo “pronunciamiento
militar”.
Paralelamente, como respuesta a la ola de huelgas que
sacudieron al país en los
dos años precedentes, el gobernador colonial
de Puerto Rico, Rafael Hernández
Colón (1973-1977), emprendió –con
el apoyo de la administración de Gerald Ford
(1974-1977), del FBI y de la Guardia Nacional—una
brutal política represiva
contra el moviendo popular y contra las principales
organizaciones
independentistas.
1975: Según se ha documentado, desde este año
el ya Secretario de Estado
Henry Kissinger (1973-1977) fue informado por el Embajador
norteamericano en
Buenos Aires, Robert Hill, de que en Argentina se estaba
preparando un nuevo
golpe militar que –por su crueldad— implicaría
graves violaciones a los derechos
humanos. Paralelamente, el almirante Emilio Massera
comenzó a entrenar en
Estados Unidos a efectivas de la Marina en técnicas
de contrainsurgencia y el
entonces Jefe del Ejército, general Jorge Videla,
viajó a West Point, Estados
Unidos. También participó en la reunión
de Jefes de Ejércitos Latinoamericanos –
organizada por la JID y efectuada en Montevideo—
con el propósito de construir
las alianzas internacionales que facilitan la coordinación
de la actividad represiva
con el SOUTHCOM y con las dictaduras terroristas ya
entronizadas en Bolivia,
Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua,
Paraguay y Uruguay.
Paralelamente, en Perú se produjo un “golpe
blanco” contra el ya enfermo
general y presidente Juan Velasco Alvarado (1968-1975).
Este fue sustituido por
el también general Francisco Morales Bermúdez,
quien de inmediato y favorecido
por las recomendaciones del Departamento del Tesoro
de Estados Unidos, firmó
diversos acuerdos “neoliberales” con el
FMI que rápidamente erosionaron el
ímpetu popular y nacionalista del movimiento
militar que se había iniciado en
1968. En consecuencia, durante su mandato (1975-1980)
tuvo que emprender
violentas medidas represivas contra el movimiento popular.
1976: Con el conocimiento del presidente estadounidense
Gerald Ford y del
Secretario de Estado, Henry Kissinger, se instauró
en Argentina una sanguinaria
Junta Militar encabezada por el Jefe del Ejército,
general Jorge Videla. En ese
contexto, con el consentimiento de los servicios especiales
estadounidenses, se
estructuraron las llamadas “Operación Murciélago”
y “Operación Cóndor”
mediante las cuales las dictaduras militares de Argentina,
Brasil, Bolivia, Chile,
Uruguay y Paraguay se coligaron para desarrollar una
de las más sádicas “cacerías”
de que han sido víctimas prominentes dirigentes
populares y
revolucionarios del continente.
A esa “multinacional de la represión y
el terror” —encabezada por los dictadores
de Chile y Paraguay, Augusto Pinochet y Alfredo Stroessner,
respectivamente—
también se vincularon la dictadura de Eric Gairy
en Granada, las principales
dictaduras militares centroamericanas y algunas organizaciones
contrarrevolucionarias de origen cubano, amamantadas
por el establishment de
seguridad de Estados Unidos. Éstas, guiadas por
la consigna de llevar “la guerra
contra Cuba a todos los rincones del mundo”, realizaron
más de 279 acciones
terroristas contra diversos objetivos civiles en Europa
occidental, América Latina y
el Caribe; entre ellas, la sádica voladura en
pleno vuelo de un avión civil de la
compañía Cubana de Aviación que
cumplía su ruta comercial entre diferentes
islas del Caribe el 6 de octubre de 1976.
LAS VACILACIONES DE JAMES CARTER
1977: Rodeado de promisorios augurios para las relaciones
interamericanas,
ocupó la Casa Blanca el presidente demócrata
James Carter (1977-1981); quien
de inmediato anunció su compromiso de impulsar
los derechos humanos y las
libertades fundamentales en el continente, así
como “un multifacético plan de
desarrollo para el Caribe”. Sin embargo, denotando
los límites de esa política,
realizó pronunciamientos favorables a la eventual
anexión de Puerto Rico y la
Casa Blanca admitió otro sangriento golpe de
Estado en El Salvador dirigido a
desconocer la victoria electoral al entonces candidato
presidencial de la Unión
Nacional de Oposición, el coronel retirado Ernesto
Claramount. Como resultado
se apoderó de la presidencia el sanguinario general
Carlos Humberto Romero
(1977-1979). Asimismo, la Casa Blanca mantuvo sus vínculos
con el general
Fernando Romeo Lucas García (1978-1982), a pesar
de la brutal política
represiva desplegada a lo largo de su mandato.
Paralelamente, la administración Carter adoptó
una actitud contemporizadora
frente a los restantes regímenes terroristas
de Estado instaurados en el
continente, sobre todo, después que la mayor
parte de estos decidieron romper
sus tratados militares con Estados Unidos. Así
se expresó en Conferencia
Interamericana sobre Derechos Humanos convocada por
la OEA en Granada. En
esta el Secretario de Estado norteamericano, Cyros Vance,
aceptó las presiones
de los representantes tales gobiernos militares. Estos
se opusieron a que la
conferencia condenara las brutales violaciones a todos
los derechos humanos
que estaban produciendo en América Latina y el
Caribe.
1978: Con vistas a impedir el fraude electoral, así
como un eventual golpe de
Estado organizado por los partidarios del “dictador
civil” dominicano Joaquín
Balaguer, la administración Carter emprendió
una nueva “intervención
democrática” en ese país. Esta favoreció
al terrateniente “socialdemócrata”
Silvestre Guzmán Fernández (1978-1982)
quien, para pagarle el favor, abrió aún
más las puertas de su país a la penetración
económica, política y militar de
Estados Unidos.
Paralelamente - y contrariando los deseos de la Casa
Blanca-, la dictadura de
Anastasio Tachito Somoza (1957-1979) asesinó
al director del diario La Prensa,
Pedro Joaquín Chamorro. A pesar de ello y de
los continuos avances del Frente
Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la
administración Carter emprendió
diversas maniobras para preservar su sistema de dominación
sobre ese país e
instaurar lo que se definió como “un régimen
somocista sin Somoza”.
Previamente, dándole continuidad a la política
de “aliados privilegiados”, Carter
procuró restablecer la armonía de sus
relaciones con las dictaduras militares de
Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala,
Haití, Honduras,
Uruguay y Paraguay. Conforme a esa política,
las transnacionales
norteamericanas acrecentaron sus jugosas inversiones
en la región y la banca
transnacional —apoyada por el FMI y el BM—
continuó transfiriéndoles abultados
créditos a esas dictaduras militares; esto a
pesar de que era evidente que una
parte de esos créditos se dirigían a la
adquisición de armamentos en diversos
países aliados de los Estados Unidos, tales como
Alemania, Israel y Corea del
Sur.
1979: Con el propósito de impedir la victoria
del FSLN, en la XVIII Reunión de
Consultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la
OEA, la Casa Blanca —
con el respaldo de las dictaduras militares de Guatemala,
Honduras y El
Salvador— propuso la formación de una Fuerza
Interamericana de Paz para
intervenir en Nicaragua. Tal propuesta fue rechazada.
Sin embargo, desde el
SOUTHCOM (radicado en Panamá) las fuerzas armadas
estadounidenses
continuaron suministrándole a la dictadura de
Somoza todos los recursos
militares necesarios para reprimir la insurrección
pueblo nicaragüense. A pesar
de ello, el 19 de julio, se produjo la victoria de la
Revolución Sandinista. No
obstante sus amplios enunciados programáticos,
los círculos de poder
estadounidenses comenzaron a conspirar contra la misma,
al igual que contra la
naciente revolución que bajo la dirección
de Maurice Bishop se había producido
en la pequeña isla de Granada.
Igualmente, la administración Carter provocó
una “minicrisis” en sus relaciones
con Cuba. En ese contexto, el Pentágono organizó
diversas maniobras militares
agresivas en la región; incluidas las que se
efectuaron la Base Naval ubicada en
la Bahía de Guantánamo.
Previamente, y para disgusto del general Omar Torrijos,
el Senado
estadounidense había aprobado las llamadas “Enmienda
Conchini” y la “Ley
Murphy” como condición imprescindible para
aprobar los Tratados Torrijos-Carter
de 1977. Ambos instrumentos jurídicos –aceptados
por la Casa Blanca—
vindicaron, una vez más, el supuesto derecho
norteamericano a “proteger” ad
infinitum el Canal de Panamá.
Paralelamente, con la complicidad del establishment
de seguridad de Estados
Unidos, se consolidó en Honduras la “narcodictadura”
del general Policarpo Paz
Díaz (1978-1981) y –con la intervención
de la Embajada de Estados Unidos— fue
“neutralizada” una sublevación de
la Organización de Jóvenes Militares de
El
Salvador. Como resultado, se formó una Junta
Cívica Militar, en las que
conservaron su poder los sectores represivos de las
Guardia Nacional y del
Servicio de Inteligencia Militar.
Por otra parte, con el decidido apoyo de la dictadura
militar argentina se instauró
en Bolivia la “narcodictadura” presidida
por el general Luis García Meza. Esta, al
igual que su predecesora, implantó un régimen
de terror en todo el país.
1980: Pese al alevoso asesinato de tres monjas estadounidenses
y del Obispo de
San Salvador, monseñor Arnulfo Romero, así
como del ambiente de terror que
existía en ese país centroamericano entonces
gobernado por una represiva Junta
Cívico-Militar impulsada por el establishment
de seguridad de Estados Unidos, la
Casa Blanca incrementó su ayuda económica
y militar a El Salvador; incluido el
envío de nuevos asesores militares que tenían
la misión de formar batallones
antiguerrilleros capaces de derrotar a las fuerzas político-militares
del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Paralelamente, la administración Carter desplegó
un exitoso plan dirigido a
derrotar mediante un virtual “golpe de Estado”
al premier jamaicano Michael
Manley (quien fue “electoralmente” sustituido
como Primer Ministro por el líder
derechista del JLP, Edward Seaga) y conspiró
con la monarquía constitucional de
Holanda con vistas a derrocar al gobierno progresista
del sargento Desy Bouterse
(1980-1987) en Surinam.
Asimismo, la Casa Blanca mantuvo su respaldo al reaccionario
gobierno del
liberal colombiano Julio César Turbay Ayala (1978-1982)
a pesar de que este –y
su reaccionario Ministro de Defensa, general Luis Carlos
Camacho Leyva—
habían emprendido draconianas medidas represivas
con vistas a derrotar el
creciente descontento popular contra su administración.
Tan grave era la
situación que la conocida institución
Amnistía Internacional publicó un informe
condenando duramente al gobierno colombiano.
Paralelamente, se produjo un acentuado proceso de militarización
en el Mar
Caribe. Como parte de este, se efectuaron potentes maniobras
militares
estadounidenses en la mal llamada “Base Naval
de Guantánamo; en las
cercanías del Canal de Panamá; en Puerto
Rico y a lo largo y ancho del Mar
Caribe y del Golfo de México. A decir de Carter,
esas y otras acciones militares
iban dirigidas a “defender los intereses de Estados
Unidos en la región”, así como
a “satisfacer las solicitudes de ayuda por parte
de sus aliados y amigos”; entre
ellos, el régimen terrorista implantado desde
1971 por Jean-Claude Duvalier
(Baby Doc) en Haití y al represivo gobierno del
terrateniente “socialdemócrata”
dominicano Silvestre Guzmán Fernández;
quien recibió a varios delegaciones de
altos Oficiales de las fuerzas armadas estadounidenses.
Estos venían
propugnando la conformación de un “sistema
de seguridad colectiva” en el Mar
Caribe dirigido a “enfrentar la agresión
cubana y soviética en esa parte del
hemisferio occidental”; idea que encontró
algunos oídos receptivos entre los
gobiernos derechistas que entonces preponderaban en
el Caribe Oriental; en
particular en el derechista Primer Ministro de Barbados,
Tom Adams, quien
propugnó –con el apoyo del SOUTHCOM—
la conformación de un Sistema de
Servicios Conjuntos de las Guardias costeras, las magistraturas
y los cuerdos
policiales de los países integrantes de la Organización
de Estados del Caribe
Oriental (OECO).
En contraste, la administración Carter le suspendió
la ayuda económica a la Junta
de Reconstrucción Nacional de Nicaragua.
LAS “GUERRAS SUCIAS”
1981: Llegó a la presidencia de los Estados
Unidos el candidato de los sectores
más reaccionarios del Partido Republicano, Ronald
Reagan, acompañado —en
carácter de vicepresidente— por uno de
los ex jefes de la CIA, George H. Bush.
En consecuencia, la Casa Blanca desplegó una
intensa ofensiva dirigida a
estrechar sus relaciones con todas las dictaduras militares,
con todas las
“democracias-represivas” y con todos los
gobiernos conservadores instaurados
en América Latina y el Caribe. En correspondencia
con esa decisión, se
efectuaron en Washington varias reuniones secretas con
diversos dictadores
militares.
En ese contexto, y dándole continuidad a los
acuerdos adoptados en Washington
el año precedente con varios dirigentes de la
Internacional Demócrata Cristiana,
la Casa Blanca respaldó la represiva y contrainsurgente
Junta Militar-Demócrata
Cristiana instalada en El Salvador bajo la presidencia
de José Napoleón Duarte
(1980-1982).
A su vez, con el apoyo de los gobiernos de El Salvador,
Costa Rica, Honduras y,
más tarde, de Colombia y Venezuela, se institucionalizó
la llamada Comunidad
Democrática Centroamericana (CDCA) enfilada a
agredir a la Revolución
sandinista y a sofocar las multiformes luchas por la
democracia y la justicia social
que se desplegaban en El Salvador, Honduras y Guatemala.
En ese contexto, los
gobiernos de estos países –con el apoyo
de la dictadura militar argentina y de la
CIA— comenzaron a organizar las bandas contrarrevolucionarias
nicaragüenses
ya asentadas en el territorio de Honduras y, en menor
medida, en Guatemala. Se
comenzaron a crear así las condiciones de “las
guerras sucias” –calificadas en el
argot militar estadounidense como “conflictos
de baja intensidad”—, libradas por
el dúo Reagan-Bush en Centroamérica.
En medio del despliegue de esa política pereció
en un extraño accidente aéreo el
líder del pueblo panameño, general Omar
Torrijos.
1982: El presidente Ronald Reagan –en consuno
con los reaccionarios primeros
ministros de Barbados, Tom Adams, y de Jamaica, Edward
Seaga— anunció la
denominada Iniciativa para la Cuenca del Caribe que
–independientemente de
sus derivaciones económico-comerciales posteriores—,
sirvió de fachada para el
despliegue de un intenso plan contrarrevolucionario
en la Cuenca del Caribe. Con
tal fin, y siguiendo las directrices del Pentágono,
los gobiernos conservadores que
entonces integraban la Organización del Caribe
Oriental (OECO), finalmente
firmaron un Acuerdo de Cooperación Regional en
Asuntos de Seguridad que se
venía impulsando desde el año 1980. Previamente,
la Casa Blanca y la dictadura
militar chilena habían apoyado las acciones militares
emprendidas por la Dama
de Hierro, Margarte Thatcher, con vistas a preservar
el dominio colonial británico
sobre las Isla Malvinas.
Posteriormente, Reagan realizó un viaje a Costa
Rica y Honduras. En este último
país obtuvo el apoyo del presidente Roberto Suazo
Córdova (1982-1986), del
Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (COSUFA) y del
entonces Ministro de
Defensa, general Guillermo Álvarez Martínez
para transformar a esa nación en la
principal “plaza de armas” de la “guerra
sucia” desatada durante una década por
los Estados Unidos contra la Revolución sandinista.
Como parte de esa
estrategia, la Casa Blanca y las iglesias fundamentalistas
de Estados Unidos
respaldaron la genocida política de “tierra
arrasada” emprendida por el nuevo
dictador guatemalteco José Efraín Ríos
Montt (1982-1983).
1983: Luego del oscuro asesinato de Maurice Bishop
y de otros de sus
compañeros de lucha, las fuerzas armadas estadounidenses
con el apoyo
simbólico de la OECO, emprendieron una brutal
invasión contra la pequeña isla
de Granada. En el propio año, al socaire de la
llamada Iniciativa para el Caribe, la
Casa Blanca y el Pentágono desplegaron un intenso
proceso de militarización de
las naciones centroamericanas y caribeñas. Como
consecuencia se fortalecieron
las dictaduras militares o cívico-militares de
El Salvador, Honduras y Guatemala.
Lo antes dicho posibilitó el restablecimiento
de las criminales labores del Consejo
de Defensa Centroamericano (ahora integrado por las
fuerzas armadas de
Honduras, El Salvador, Guatemala y los Estados Unidos)
que habían sido
interrumpidas, luego de la “guerra del fútbol
entre Honduras y El Salvador (1969).
Asimismo, se montó un poderoso dispositivo militar
estadounidense en Honduras
que incluyó diversas bases militares y la acción
de un batallón secreto que, al
menos hasta 1984 (fecha en que fue expulsado de ese
país el general Guillermo
Álvarez Martínez, bajo la dirección
de la CIA y del Embajador estadounidense
John Dimitri Negroponte, se encargó de desarrollar
la “guerra sucia” en el
territorio hondureño.
1984: Con vistas a debilitar las resistencias que existían
en el Congreso
estadounidense hacia su estrategia contrarrevolucionaria
en Centroamérica, la
Casa Blanca formó una Comisión Nacional
Bipartidista presidida por el ex
Secretario de Estado Henry Kissinger. Aunque en su informe
final se hicieron
algunas recomendaciones “reformistas” en
el terreno económico, social y político,
al final preponderaron sus filos geopolíticos
y contrainsurgente; de ahí que sus
recomendaciones contribuyeran a extender, por seis años
más, la agresión
norteamericana contra Nicaragua; por nueve años
más, los alevosos crímenes
que se cometieron en El Salvador; y por doce años
adicionales el genocidio –
incluido el etnocidio— que se venía perpetrando
en Guatemala.
Igualmente, influyeron en la prolongación de
la ocupación militar del territorio
hondureño por parte de los Estados Unidos, y
en los múltiples abusos y crímenes
ejecutados por el Ejército hondureño,
por la “contra nicaragüense” y por
la
soldadesca norteamericana contra diversos líderes
populares, así como contra la
población civil de ese país centroamericano.
De la misma forma, la administración Reagan
incrementó sus presiones sobre el
al Presidente boliviano, Hernán Siles Zuazo (1982-1985)
– el frente de una
coalición de fuerzas de izquierda había
llegado al gobierno luego del golpe de
Estados de 1982 contra la “narcodictadura”
del general Luis García Mesa— para que
emprendiera –incluso con el empleo del Ejército—
un vasto programa de
erradicación de las plantaciones de hojas de
coca existentes en ese país.
1985: Ante la profunda crisis que ya comenzaban a sufrir
los “regímenes de
seguridad nacional” instaurados desde 1964 en
Suramérica, la Casa Blanca
maniobró con vistas a neutralizar las acrecentadas
demandas del movimiento
popular. Así, en Argentina –donde, desde
1984, ocupaba la Presidencia el líder
del Partido Radical, Raúl Alfonsín—
el Departamento del Tesoro de Estados
Unidos y el FMI comenzaron a impulsar un draconiano
y socialmente costoso
programa de “ajuste fiscal” dirigido a garantizar
el pago de la abultada deuda
externa contraída por el depuesto régimen
militar. Presiones parecidas tuvo que
soportar el recién inaugurado gobierno brasileño
encabezado por el dúo formado
por el presidente Tacredo Neves (murió en 1985)
y por el vicepresidente José
Sarney; quien ocupó la primera magistratura hasta
1990.
Igualmente, el gobierno uruguayo presidido –luego
de una negociación con las
fuerzas armadas— por el hasta entonces proscrito
líder del Partido Colorado,
Julio María Sanguinetti (1985-1990).
También todos los gobiernos integrantes, desde
1973, de la Comunidad del
Caribe (CARICOM) y el presidente “socialdemócrata”
dominicano Salvador Jorge
Blanco (1982-1986). Para cumplir los compromisos con
los acreedores –con el
respaldo de las Fuerzas Armadas y la anuencia de la
Embajada
estadounidense— este tuvo que emprender brutales
medidas represivas contra el
movimiento popular. Salvando las diferencias, algo parecido
ocurrió en Chile. En
ese país, el régimen del general Augusto
Pinochet, asediado por las protestas
populares, trató de superar la ilegitimidad de
su mandato abriendo canales de
diálogo con la “oposición burguesa”
y mediante una nueva arremetida terrorista
contra el movimiento popular.
1986: Gracias a un acuerdo entre los gobiernos de Estados
Unidos y Francia,
pudo abandonar impunemente Puerto Príncipe el
dictador haitiano Jean-Claude
Duvalier (Baby Doc), quien había sido derrocado
por una revuelta popular.
“Santificado” por la Casa Blanca, lo sustituyó
un Consejo General de gobierno, en
el que tenía un peso decisivo el sanguinario
general Henry Namphy.
Paralelamente, la prensa estadounidense comenzó
a develar los detalles de lo
que posteriormente se denominó el “escándalo
Irán-contra”;o sea, la estrecha
vinculación de altos funcionarios del gobierno
de Ronald Reagan —entre ellos, el
integrante del Consejo Nacional de Seguridad, coronel
Oliver North— y de sus
asesores militares en El Salvador, con el tráfico
de drogas y el contrabando de
armas provenientes de Irán y dirigidas a desplegar
su “guerra sucia” contra la
Revolución sandinista. Esa denuncia debilitó
la estrategia norteamericana contra
Centroamérica, lo que facilitó la acción
diplomática del Grupo de Contadora
(integrado por Colombia, México, Panamá
y Venezuela) y del llamado “grupo de
amigos de Contadora” (Argentina, Brasil, Perú
y Uruguay). Estos y otros
gobiernos democráticos suramericanos, integraron
el Grupo de Concertación y
Cooperación de Río de Janeiro, conocido
como “el grupo de Río”.Pese a las
resistencias oficiales estadounidenses, dicho grupo
propugnó una “salida política-
negociada a la crisis centroamericana. También
demandó negociaciones con los acreedores para
resolver “la crisis de la deuda externa”
que afectaba el
continente desde 1982.
Paralelamente, sobre la base de su reciente definición
del “narcotráfico” como un
peligro para “la seguridad nacional” de
Estados Unidos, el dúo Reagan-Bush
comenzó a presionar a los gobiernos de Víctor
Paz Estenssoro (1986-1990) en
Bolivia, Alan García (1985-1990) en Perú
y Virgilio Barco (1986-1990) en
Colombia con vistas a que emprendieran la posteriormente
llamada “guerra
contra las drogas”. Con la “ayuda”
estadounidense, las fuerzas militares
colombianas y peruanas, así como sus grupos “paramilitares”
se implicaron en
una brutal represión contra la población
campesina residente en las zonas donde
operaban las denominadas “narcoguerrillas”.
Simultáneamente, en Bolivia un contingente del
SOUTHCOMAND comenzó a
participar directamente en el militarizado “Plan
Dignidad” dirigido a erradicar la
producción de hojas de coca en diversas zonas
del país. Con esa ayuda –y
utilizando parte del arsenal del terrorismo de Estado—
el ya antipopular gobierno
de Paz Estenssoro comenzó una dura represión
contra los opositores al “ajuste
fiscal” elaborado por el FMI y contra los campesinos,
los trabajadores rurales y
las comunidades indígenas productoras de hojas
de coca.
1987: Para tratar de contener la intensa movilización
popular que se desarrollaba
en Haití, así como para “controlar”
los resultados de las elecciones programadas
para fines de ese año, las Fuerzas Armadas de
Haití (FAH) –en particular, el
batallón Leopardo, entrenado y equipado por Estados
Unidos— y “escuadrones
de la muerte” formados por los servicios de seguridad
emprendieron diversos
actos terroristas contra sectores de la población;
entre ellos, la Masacre de Jean
Rabel (en la que fueron ultimados más de mil
campesinos) y el asesinato del líder
del Movimiento Democrático para la Liberación
de Haití, Louis-Eugène Athis. No
obstante, la Casa Blanca elogió a los altos mandos
de las FAH por haber
“liberalizado” el régimen, duplicó
su ayuda financiera y envió asesores militares
para entrenar al Ejército haitiano en acciones
antimotines. También altos
funcionarios estadounidenses se reunieron varias veces
de manera secreta con
el criminal general haitiano William Régala y
el Pentágono envió diversas naves
de guerra y 2 4000 marines a realizar “maniobras”
frente a las costas de Haití.
Paralelamente, gracias a la resistencia de la Revolución
sandinista, al “empate
estratégico” que se había producido
en El Salvador, a los cambios políticos que,
desde el año precedente, se habían provocado
en Costa Rica, Honduras y
Guatemala, así como al respaldo de diversos organismos
internacionales, todos
los mandatarios centroamericanos [Óscar Arias
(1986-1990); José Napoleón
Duarte (1984-1989); Vinicio Cerezo (1986-1991); José
Simón Azcona (1986-
1990) y Daniel Ortega(1984-1990)] concluyeron los Acuerdos
de Esquipulas,
Guatemala. Estos estipularon, entre otras cosas, la
retirada de la región de todas
las fuerzas militares extranjeras, no apoyar a fuerzas
irregulares y movimientos
insurreccionales centroamericanos y a no permitir que
sus correspondientes
territorios fueran empleados para agredir a otros Estados.
Sin embargo, ese proceso no paralizó la “guerra
sucia” de Estados Unidos contra
Nicaragua, ni las cruentas estrategias contrainsurgentes
que –con el decisivo respaldo de la Casa Blanca—
continuaban desarrollando los gobiernos y las
Fuerzas Armadas de El Salvador y Guatemala. Tampoco
eliminó la virtual
ocupación militar de Honduras por las fuerzas
militares estadounidenses y por
sus sicarios de la “contra” nicaragüense,
ni los actos terroristas perpetrados por
estas contra la población civil hondureña
y nicaragüense.
1988: Luego de la amañadas elecciones presidenciales
en las que –en medio de
un clima terrorista y luego de una negociación
entre la Casa Blanca y los altos
mandos de las FAH— resultó “electo”
el antiguo duvalierista Leslei F. Manigat, el
general Henri Namphy encabezó un cruento golpe
de Estado que, hasta
septiembre del propio año (fecha en que derrocado
por “un grupo de sargentos”),
derogó la Constitución aprobada por el
masivo referéndum en 1987 y emprendió
una brutal represión contra todas las fuerzas
opositoras a su mandato. Pese a las
demandas de estas y de diversos congresistas liberales
norteamericanos, la
Casa Blanca rechazó toda posibilidad de intervenir
unilateral o “colectivamente”
(a través de la OEA o de la OECO) en “los
asuntos internos” de Haití; por el
contrario, admitió la constante violación
por parte del gobierno de República
Dominicana del bloqueo económico contra la nueva
dictadura haitiana y reprimió
a las oleadas de “emigrantes económicos”
que –huyendo de la represión— se
dirigían hacia Estados Unidos.
Simultáneamente, la administración Reagan
continuó exigiendo la
“democratización” del régimen
sandinista como condición imprescindible para
cumplir los Acuerdos de Esquipulas y, unida al Congreso,
emprendió diversas
maniobras dirigidas a desestabilizar el gobierno panameño
entonces comandado
por el ex agente de la CIA y entonces Jefe de las Fuerzas
de Defensa de ese
país, general Manuel Antonio Noriega. Como parte
de esas maniobras, el
Pentágono reforzó sus fuerzas militares
acantonadas en la Zona del Canal de
Panamá con el pretexto de “resguardar”
esa vía interoceánica y de “proteger
la
vida, las propiedades y los intereses estadounidenses”
en ese país. En ese
contexto, los aparatos ideológicos de Estados
Unidos incrementaron sus
acusaciones acerca de la vinculación de Noriega
con “el narcotráfico
internacional”.
A la par, en medio del clima de terror que seguía
imperando en Chile, el
establishment de la política exterior y de seguridad
estadounidense respaldó la
decisión del general Augusto Pinochet de convocar
un plebiscito dirigido a
legitimar la prolongación de su dictadura. Asimismo,
pese a su creciente
aislamiento interno e internacional, mantuvo su respaldo
a la criminal y corrupta
satrapía de Alfredo Stroessner, vinculada al
contrabando y tráfico de drogas a
través del territorio paraguayo.
1989: El recién electo Presidente estadounidense
George H. Bush (1989-1993)
aceptó las promesas del millonario general duvalierista
Prósper Avril (quien había
manipulado “el golpe de Estado de los sargentos”
del año precedente) de
emprender un proceso de “democratización
irreversible” en Haití. Pese a esas
promesas –con el silencio cómplice de la
Casa Blanca— Avril, luego de derrotar
un intento de golpe de Estado del batallón Leopardo,
continuó reprimiendo el
movimiento popular.
Paralelamente, la Casa Blanca aceleró sus diversas
maniobras
desestabilizadoras –incluido el bloqueo económico—
contra el gobierno
panameño. A tal fin –en el contexto de
las monitoreadas elecciones que se
efectuaron en ese país— incrementó
sus fuerzas militares en el Canal de
Panamá y, luego de los indefinidos resultados
de esos comicios y de una
frustrada mediación de la OEA, emprendió
una brutal intervención militar contra
ese país. Como resultado de ella se instauró
el gobierno títere del “civilista”
Guillermo Endara (1989-1994) y capturó al general
Noriega, quien –sentando un
nuevo precedente intervencionista— fue sancionado
como “narcotraficante” por
los tribunales norteamericanos.
Al mismo tiempo, la Casa Blanca anunció la Iniciativa
Andina Antidrogas. Como
parte de la misma se incrementó la ayuda militar
y policial a Bolivia, Colombia y
Perú. En ese contexto, envió equipos,
asesores militares y equipos de Fuerzas
Espaciales a Colombia con vistas a ayudar a las Fuerzas
Militares de ese país a
combatir la “narcoguerrilla” y el “narcotráfico”.
Paralelamente, y sin abandonar su apoyo político-militar
a la “contra”, la USAID
amplió su llamada “intervención
democrática” en Nicaraguay respaldó
el golpe de
Estado que derrocó en Paraguay a la longeva satrapía
de Alfredo Stroessner.
Mucho más porque lo sustituyó –primero
de facto y, luego,
“constitucionalmente”— el general
Andrés Rodríguez, previamente vinculado
a
los crímenes y latrocinios de su predecesor.
1990: A causa de los duros efectos económicos
y sociales de la prolongada
“guerra sucia” desarrollada por el dúo
Reagan-Bush contra la Revolución
sandinista, así como gracias al voluminoso apoyo
financiero que la USAID y el
National Endowment for Democracy (fundada en 1981, a
propuesta de la CIA, por
el gobierno y el Congreso de los Estados Unidos) le
concedió a la llamada Unión
Nacional de Oposición (en la que participaron
importantes figuras somocistas), en
las elecciones presidenciales fue derrotado el candidato
del FSLN, Daniel Ortega.
Con el descarado respaldo oficial estadounidense asumió
la Presidencia de
Nicaragua, Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997),
quien asimiló las presiones
políticas y económicas norteamericanas
dirigidas a eliminar los “enclaves
sandinistas”, particularmente en el Ejército
y en las fuerzas de seguridad
nicaragüenses.
En contraste, la Casa Blanca respaldó la llamada
“transición pactada a la
democracia en Chile”, mediante la cual el ya Presidente
Patricio Aylwin (1990-
1994), había aceptado la Constitución
impuesta por Augusto Pinochet y, por
consiguiente, la pervivencia de los denominados “enclaves
autoritarios” en
diversas instituciones estatales.
Paralelamente, el Departamento del Tesoro de Estados
Unidos, el FMI y el Banco
Mundial elaboraron el denominado “Consenso de
Washington”, cuyas “recetas
neoliberales” (expresadas en los llamados Planes
de Ajuste Estructural) se
convirtieron en un poderoso instrumento intervensionista
en los asuntos internos
de la mayor parte de los Estados latinoamericanos y
caribeños.
Mientras, la administración de George H. Bush
promulgó la llamada “Ley Iniciativa
para las Américas” dirigida a fomentar
un “área de libre comercio” desde
“Alaska
hasta la Tierra del Fuego”. En ese contexto, comenzaron
las negociaciones con el
gobierno de Canadá –encabezado por el Primer
Ministro conservador Brian
Mulroney (1984-1993)— y con el gobierno de México
–presidido por Carlos
Salinas de Gortari (1988-1994)— del Tratado de
Libre Comercio de América del
Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés). Para
disgusto de las fuerzas populares
canadienses y mexicanas, así como para ciertos
sectores de la sociedad
estadounidense, estas concluyeron en 1992.
1991: Bajo la presión de la Casa Blanca y en
contubernio con importantes
gobiernos del Hemisferio Occidental (incluido Canadá,
cuyo gobierno había
ingresado a la OEA en el año precedente), la
Asamblea General de esa
organización efectuada en Santiago de Chile aprobó
el llamado “Compromiso de
Santiago de Chile con la Democracia y la Renovación
del Sistema
Interamericano”: pacto que, en los años
sucesivos, institucionalizó las llamadas
“intervenciones democráticas colectivas”
emprendidas, con mayor o menor
rectitud y consistencia, por la Secretaria General de
la OEA (y su mentor: el
gobierno de Estados Unidos) en diversos países
latinoamericanos y caribeños.
Las falacias de ese compromiso “panamericano”
con la “democracia
representativa” rápidamente se demostraron
en [[Category:Haití|Haití], donde los
sectores más reaccionarios emprendieron un sangriento
golpe de Estado contra
el recién electo Presidente constitucional Jean-Bertrand
Aristide. Asumió el
gobierno el Teniente General duvalierista Raúl
Cedrás (1991-1994), quien de
inmediato emprendió una sangrienta represión
contra la generalizada repulsa
popular y, en particular, contra los partidarios de
Aristide.
Según las indagaciones históricas, aunque
la Casa Blanca lamentó “el
derrocamiento de un gobierno constitucional electo democráticamente”,
pronto
comenzó a “enviar señales confusas”
que disociaban “el retorno a la democracia”
del regreso de Aristide de su exilio venezolano; lo
que alentó a los golpistas a
mantenerse en el poder, así como a continuar
sus crímenes y latrocinios, incluida
su estrecha vinculación con el tráfico
de drogas, sobre todo porque con extrema
displicencia la administración Bush dejó
en manos de la OEA la solución del
“problema haitiano”.
1992: Como parte de su prolongada guerra económica
y política contra la
Revolución cubana y con el apoyo expreso del
candidato demócrata a la
Presidencia, William Clinton, la Casa Blanca —instigada
por la llamada “mafia
cubana de Miami” y con el apoyo de los sectores
más reaccionarios del Congreso
estadounidense— promulgó de la denominada
“Enmienda Torricelli”, por medio
de la cual se pretendía lograr el asilamiento
internacional y la rendición mediante
el hambre y las enfermedades del pueblo cubano, así
como impulsar la presunta
“subversión pacífica y democrática”
del gobierno revolucionario de ese país.
A su vez, como parte de la “guerra contra las
drogas”, la Casa Blanca, el
Pentágono y otras agencias estadounidenses (como
la CIA y la DEA) ampliaron
su intervención política y militar en
Colombia, Bolivia y Perú. En el primero de
esos países los asesores militares estadounidenses
respaldaron las constantes masacres de la población
civil y los asesinatos políticos perpetrados
por las
Fuerzas Militares o por los grupos paramilitares (las
ahora llamadas Auto
Defensas Unidas de Colombia) con el contubernio de sucesivos
gobiernos y de
las Fuerzas Armadas colombianas.
A su vez en Bolivia, con diversas amenazas (incluida
la suspensión de la ayuda
económica) la administración Bush presionó
exitosamente al presidente Jaime
Paz Zamora (aliado, entre 1989 y 1993, con el criminal
ex dictador Hugo Banzer)
para que prosiguiera la militarización de la
lucha contra las drogas y la
erradicación forzosa de las “plantaciones
ilegales” de coca existentes en ese
país.
En Perú, el SOUTHCOM fortaleció la base
militar de Santa Lucia y apoyó –junto a
la CIA— las criminales estrategias contrainsurgentes
desplegadas por el régimen
cívico-militar de Alberto Fujimori (1990-2000).
A pesar de que este había disuelto
el Congreso, anulado algunos artículos de la
Constitución y encarcelado o
asesinado a cientos de opositores políticos so
pretexto de la lucha contra “la
narcoguerrilla”, su “democracia represiva”
fue legitimada por una misión enviada
por la OEA en cumplimiento su “Protocolo de Washington”.
Este autorizó a esa
organización a emprender “intervenciones
democráticas” de diversos tipos en
cualquiera de sus Estados miembros. Paralelamente, la
Casa Blanca mantuvo su
displicencia frente a las prácticas terroristas
desplegadas en Haití por el dictador
Raúl Cedrás; quien, en todo momento, desdeñó
la “mediación” de la OEA.
LAS “INTERVENCIONES DEMOCRÁTICAS”
DE
WILLIAM CLINTON
1993: En correspondencia con su posteriormente denominada
“Doctrina de la
Expansión de la Democracia y el Libre Mercado”
(sucedánea de la “doctrinas” de
“contención al comunismo” que, desde
1945, guiaron las estrategias de seguridad
nacional de sus antecesores), la recién inaugurada
administración del demócrata
William Clinton (1993-2001), continuaron los esfuerzos
por “reconciliar” al
Presidente Jean-Bertrand Aristide (quien ya se encontraba
residiendo en
Washington) con las criminales fuerzas golpistas encabezadas
por el general
Raúl Cedrás. Ese empeño concluyó
en el llamado Acuerdo de la Isla de
Gobernador, ubicada en Nueva York, mediante el cual
–a instancias de los
“mediadores oficiales estadounidenses”—
el mandatario haitiano, a cambio de su
retorno al país, se comprometió, entre
otras cosas, a disminuir su poder personal,
a aplicar las “recetas neoliberales” del
Consenso de Washington y a dejar
impunes a los autores intelectuales y materiales de
los miles de crímenes de lesa
humanidad perpetrados por los golpistas. A pesar de
esas concesiones, Aristide
no pudo regresar a su patria hasta octubre del año
siguiente.
Mientras tanto, se mantuvo el embargo económico
decretado por la ONU y el
bloqueo por parte de fuerzas navales estadounidenses
y canadienses de las
costas haitianas, así como la contención
del flujo de emigrantes hacia Canadá y
Estados Unidos, muchos de los cuales fueron brutalmente
recluidos en la mal
llamada Base Naval de Guantánamo.
Paralelamente, la administración Clinton se
implicó en otra “intervención
democrática” en Guatemala, cuando su entonces
Presidente Jorge Serrano Elías,
respaldado por sectores del Ejército, anuló
la Constitución y disolvió el Congreso.
La falta de apoyo interno y las gestiones internacionales
propiciaron la derrota de
esa intentona y el nombramiento de Ramiro León
Carpio hasta los próximos
comicios. A su vez, aplicando la Enmienda Torricelli,
la Casa Blanca comenzó a
fortalecer el carácter extraterritorial de su
guerra económica contra Cuba y a
elaborar las estrategias (el llamado “two track”
de la antes referida enmienda) que
debían conducir a la “subversión
pacífica y democrática” del gobierno
de ese
país.
A la par, el Congreso norteamericano continuó
amenazando con sus llamadas
“desertificaciones” a todos aquellos gobiernos
latinoamericanos y caribeños que
no “cooperaran” con Estados Unidos en la
“guerra contra las drogas”. Muchos de
ellos –en primer lugar, los de Bolivia, Colombia,
México y Perú— continuaron
enviando a sus cuadros militares a recibir entrenamiento
“antinarcóticos” en la
tristemente célebre Escuela de las Américas
y en otras instituciones militares y
policiales de Estados Unidos.
1994: Luego de introducirle las denominadas “enmiendas
laboral y medio
ambiental” el Congreso estadounidense y la Casa
Blanca ratificaron el NAFTA
negociado por la administración precedente. En
esa ocasión, el Presidente
William Clinton convocó a todos los gobiernos
“democráticos” del Hemisferio
Occidental –con excepción del de Cuba—
a la Primera Cumbre de las Américas,
cónclave que se efectuó en Miami a fines
del propio año.
Previamente, cumpliendo un acuerdo del Consejo de Seguridad
de la ONU y
luego de fortalecer su bloqueo naval contra Haití,
las fuerzas armadas
estadounidenses ocuparon ese país. Fiel a los
acuerdos de la Isla de
Gobernador, Aristide retornó a su patria y, en
consulta con la Casa Blanca,
nombró un Primer Ministro y facilitó la
salida del país de los altos militares
implicados en la brutal represión de los años
precedentes.
Por otra parte, luego de la firma del NAFTA y acorde
con el gobierno de Carlos
Salinas de Gortari, el Pentágono amplió
la preparación y el equipamiento de las
Fuerzas Armadas y policiales mexicanas en diversas técnicas
“antinarcóticos” y
contrainsurgentes, medidas dirigidas, en primer lugar,
a extender hacia el Sur el
área de seguridad estadounidense y a tratar de
derrotar los destacamentos
indígenas comandados por el Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN)
que habían realizado un resonante pronunciamiento
político-militar a comienzos
del año.
Paralelamente, y en contradicción con los acuerdos
migratorios firmados entre
ambos gobiernos desde 1984, la administración
Clinton disminuyó el número de
visas entregadas a ciudadanos y ciudadanas cubanas y
comenzó a estimular su
salida ilegal hacia Estados Unidos, lo que produjo algunos
incidentes en la capital
de la isla. En respuesta, el gobierno cubano suspendió
sus medidas de control
sobre las salidas ilegales de aquellos cubanos que quisieran
emigrar hacia
territorio estadounidense. En ese contexto, la administración
Clinton suspendió la
“política de puertas abiertas” a
todos los emigrantes procedentes de Cuba y comenzó
a interceptarlos en alta mar y a confinarlos en la mal
llamada Base
Naval de Guantánamo.
1995: Dándole continuidad a su “guerra
contra las drogas” y reaccionando frente
a las objeciones expresadas por el Presidente colombiano
Ernesto Samper
(1994-1998) frente a la política interna y externa
seguida por su antecesor, la
Casa Blanca y la maquinaria de la propaganda política
exterior de Estados
Unidos amplificó las acusaciones de que el mandatario
colombiano había recibido
“dineros calientes” provenientes del “narcotráfico”
para su campaña electoral, lo
que deterioró sensiblemente las relaciones entre
ambos países.
A su vez, sobre la base de los enunciados de la Enmienda
Torricelli, la
administración de William Clinton nombró
un coordinador para su política contra
Cuba, quien comenzó a dar diversos pasos dirigidos
a implementar el two track
contra la Revolución cubana. También –a
pesar de los nuevos acuerdos
migratorios firmados entre ambos países y de
las continuas denuncias del
gobierno cubano— la Casa Blanca mantuvo una actitud
displicente contra los
provocadores vuelos sobre las aguas jurisdiccionales
cubanas organizados por la
organización contrarrevolucionaria “Hermanos
al Rescate”, radicada en Miami y
con estrechos vínculos con las agencias de seguridad
de Estados Unidos.
1996: A causa de sus propias debilidades e instigado
por los sectores más
reaccionarios del Congreso norteamericano, al igual
que por la “mafia cubana de
Miami” y tomando como pretexto el derribo por
parte de la fuerzas aéreas
cubanas de una avioneta de la organización contrarrevolucionaria
“Hermanos al
Rescate” que, previamente, había sobrevolado
en forma provocadora la capital
cubana, el presidente William Clinton promulgó
la denominada “Ley Helms-
Burton”. Mediante esta, el poder ejecutivo quedó
obligado a impulsar nuevas
acciones para el derrocamiento de la Revolución
cubana, así como a continuar
presionando con tal fin a los gobiernos y a las empresas
privadas de diversos
países del mundo —entre ellos, Canadá,
América Latina y el Caribe— que
mantuvieran relaciones con Cuba.
Paralelamente, la Casa Blanca emprendió otra
“intervención democrática”
en
América Latina y el Caribe. En esta ocasión,
contribuyó a conjurar, mediante
diversas acciones diplomáticas, un intento de
golpe de Estado contra el
Presidente paraguayo Juan Carlos Wasmosy (1993-1998)
protagonizado por
Comandante en Jefe del Ejército, general Lino
César Oviedo, acusado de estar
comprometido con muchos de los crímenes perpetrados
por la satrapía de
Alfredo Stroessner.
Por otra parte, el Congreso norteamericano “desertificó”
y suspendió la ayuda
económica y militar al gobierno colombiano acusando
al Presidente colombiano
de haber recibido dinero del “narcotráfico”
y le negó la visa a dicho mandatario
para viajar a la Asamblea General de la ONU en su condición
de presidente pro
tempore del Movimiento de Países No Alienados.
1997: A pesar de las constantes protestas del gobierno
colombiano y de
gobiernos latinoamericanos y caribeños el Congreso
norteamericano volvió a
“desertificar” a Colombia por no “cooperar
en la lucha contra las drogas”. En consecuencia,
mantuvo la suspensión de la ayuda económica
y militar
estadounidense al gobierno colombiano. Paralelamente,
la administración de
William Clinton, incrementó sus presiones con
el Presidente de Haití, René Prèval
(1996-2000) como consecuencia de la crisis política
que atravesó dicho país a
causa de lo que la oposición denominó
“los fraudulentos resultados de las
elecciones parlamentarias” de abril, al igual
que de las elecciones suplementarias
realizadas durante los meses de julio y agosto de este
año. Ante esa situación, “la
comunidad internacional”, encabezada por Estados
Unidos, disminuyó o canceló
la ayuda económica que le venía ofreciendo
al gobierno de Haití, lo que
profundizó la crisis económica y social
de esa depauperada nación caribeña. Esto
motivó la renuncia del Primer Ministro, Rosny
Smarth, a partir de la cual Prèval no
pudo encontrar el apoyo parlamentario requerido para
nombrar a su sucesor. En
ese contexto, se incrementaron los crímenes políticos
atribuidos tanto al
gobierno, como a la oposición derechista; Mucho
más, después que –siguiendo el
“ejemplo” de Estados Unidos— todas
las fuerzas militares de la ONU
abandonaron Haití.
Paralelamente, con vistas a contener las llamadas “emigraciones
incontroladas”
hacia su territorio, la Casa Blanca continuó
construyendo un enorme muro a lo
largo de su extensa frontera con México, zona
en la cual se produjeron decenas
de asesinatos de latinoamericanos que pretendían
llegar al territorio
estadounidense.
1998: Siguiendo los planes de reestructuración
de las fuerzas armadas
estadounidenses diseñados por la administración
de William Clinton,
preparándose para la salida de sus tropas de
la Zona del Canal de Panamá y
contra la voluntad de los pueblos latinoamericanos y
caribeños, el cada vez más
fortalecido SOUTHCOM comenzó a dislocar en Puerto
Rico sus principales
efectivos (el llamado Ejército Sur) y a impulsar
–acorde con los gobiernos de esos
países— la instalación de nuevas
bases o facilidades militares (llamadas FOL,
por sus siglas en inglés) en Manta, Ecuador;
Soto Cano, Honduras; al igual que
en Aruba y Curazao: islas caribeñas aún
sometidas al control colonial de
Holanda. Igualmente, instaló en su propio territorio
y en diversos países del
continente un potente sistema de radares con capacidad
para controlar
ilegalmente el espacio aéreo y naval de casi
todas las naciones de América
Latina y el Caribe.
Por otra parte, la Casa Blanca presionó a los
gobiernos de Antigua, Barbados,
Dominica, Granada, Jamaica, San Kitts y Nevis, Santa
Lucia, San Vicente y Las
Granadinas y Trinidad y Tobago con vistas a que firmaran
Tratados de Asistencia
Legal Mutua que –junto a los Tratados de lucha
contra las drogas (los llamados
Sheapriders Agrements) signados entre 1995 y 1997—
institucionalizaron las
sistemáticas operaciones de guardacostas norteamericanos
en las aguas
jurisdiccionales de esas pequeñas islas caribeñas.
Lo anterior –al igual que las
crecientes acciones norteamericanas contra “el
lavado de dinero” y contra “las
migraciones incontroladas”— acentuó
la despreocupación estadounidense frente
a los serios problemas económicos, sociales y
ambientales que están afectando a
las naciones de la Cuenca del Caribe.
Paralelamente, en respuesta a la negativa del presidente
Ernesto Pérez
Valladares (1995-1999) a autorizar la permanencia en
Panamá de 2 500 efectivos
militares estadounidenses, la administración
de William Clinton desconoció
aquellos aspectos de los Tratados Torrijos-Carter de
1997 que comprometen a
Estados Unidos a descontaminar las áreas adyacentes
al Canal de Panamá que
durante 60 años fueron utilizadas por el Pentágono
como polígonos de tiro y
experimentación, incluso de armas químicas
y radiactivas.
Asimismo, según se denunció, en ese año
recibieron instrucción militar en la
Escuela de las Américas 778 militares de varios
países de América Latina y el
Caribe; la mayor parte de ellos en técnicas contrainsurgentes
y de luchas contra
las drogas. Así se confirmó en Bolivia,
donde el gobierno constitucional del ex
dictador Hugo Banzer (1997-2001), con asesoramiento
estadounidense,
emprendió una brutal arremetida contra los campesinos
cocaleros de la zona del
Chapare.
A la par, como un nuevo acto de agresión contra
Cuba, el FBI detuvo a un grupo
de cubanos radicados en Miami –entre ellos, a
Gerardo Hernández, Ramón
Labañino, Antonio Guerrero, Fernando González
y René González— bajo la falsa
acusación de realizar actividades de espionaje
contra Estados Unidos. Antes de
ser condenados en el 2003 por un espurio Tribunal de
Miami, las autoridades
norteamericanas los mantuvieron durante 33 meses sometidos
a diversas formas
de trato degradante e inhumano. Según demostró
posteriormente el gobierno
cubano, esos “cinco héroes prisioneros
del imperio” realmente formaban parte de
una red de oficiales y agentes de la Seguridad del Estado
cubana infiltrada dentro
de los grupos terroristas de origen cubano que operan
en y desde Miami.
Las autoridades cubanas también demostraron
que la desactivación de esa red
fue posible gracias a las informaciones y pruebas que
oficialmente se les habían
entregado a la administración de William Clinton
–a través de una delegación del
Buró Federal de Investigaciones (FBI) que visitó
La Habana— acerca de la
participación de personas residentes en Estados
Unidos en la ola de atentados
terroristas contra la industria turística cubana
que se había producido en el año
precedente, así como con relación a otras
acciones terroristas que esas personas
pretendía realizar en los próximos meses.
Esa revelación reiteró la complicidad
del establishment de seguridad de Estados Unidos en
los crímenes que han
cometido en Cuba y en otros países del mundo
las organizaciones
contrarrevolucionarias cubanas radicadas en territorio
estadounidense o de otros
países centroamericanos, como El Salvador y Guatemala.
1999: Luego de las intensas movilizaciones populares
provocadas por el
asesinato del vicepresidente Luis María Egaña
y de otras siete personas, así
como de un nuevo intento de golpe de Estado encabezado
por el ex general Lino
Oviedo en complicidad con el presidente Raúl
Cubas Grau (1998-1999), la
Embajada de los Estados Unidos en Paraguay “negoció”
la salida impune de este
último y –mediante otra “intervención
democrática”— presionó para
que se le
entregara el gobierno al presidente del Congreso, Luis
González Macchi; quien,
siguiendo los postulados de Consenso de Washington,
emprendió un draconiano
e impopular Plan de Ajuste Estructural de la economía
paraguaya. Paralelamente
y no obstante las conversaciones de paz que inició
con las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), el presidente
colombiano Andrés
Pastrana (1998-2002) y su homólogo William Clinton
restablecieron sus
convenios de ayuda militar y de lucha contra las drogas.
En consecuencia, se
desplegaron en Colombia decenas de asesores militares
estadounidenses. Con
su complicidad sólo en este año se produjeron
en ese país suramericano 257
masacres (con 1605 víctimas); 2 069 asesinatos
selectivos; 431 desapariciones
forzadas; 334 personas torturadas y 33 147 víctimas
de amenazas de muerte por
razones políticas. También se calcularon
en 1,5 millones las personas
desplazadas de sus hogares a causa de violencia oficial
o de la “guerra sucia”
desatada por grupos militares toleradas por el Estado.En
la base de esa
participación estadounidense en el conflicto
interno colombiano estaba el criterio
del SOUTHCOM de que Colombia constituye “la mayor
amenaza” para la
seguridad nacional de Estados Unidos y para la “seguridad
interamericana”.
Paralelamente, en México, con el decidido respaldo
político-militar
norteamericano, el gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000)
desencadenó una
violenta ofensiva militar dirigida a desarticular las
bases de sustentación social y a
ocupar militarmente la zona donde se suponía
estaba ubicada la Comandancia
del EZLN.
2000: A pesar de las demandas de las organizaciones
internacionales
preocupadas por las constantes violaciones de los derechos
humanos y del
rechazo del pueblo colombiano, así como sobre
la base de una solicitud del
presidente Andrés Pastrana, el presidente William
Clinton aprobó el denominado
“Plan Colombia” elaborado en Estados Unidos.
Con el pretexto de la lucha contra
el “narcotráfico” y de defender el
“ordenamiento democrático” en ese
país
suramericano, con ese multimillonario plan, con la participación
directa del
Pentágono, de otras agencias oficiales y de “contratistas”
(mercenarios)
estadounidenses y de otros países, se pretenden
destruir los principales efectivos
del experimentado movimiento guerrillero colombiano
–en particular de las FARC-
EP y del Ejército de Liberación Nacional—
y, sobre todo, aterrorizar a las bases
de sustentación social de cualquier proyecto
alternativo a las clases dominantes
colombianas. Con el primero de dichos fines, la Casa
Blanca presionó a los
gobiernos de Ecuador, Perú y Brasil para que
sus correspondientes fuerzas
armadas sirvieran como “yunque” de las operaciones
contra las “narcoguerrillas”
que se desarrollen en Colombia.
A su vez —pese a las intensas movilizaciones
del pueblo puertorriqueño—, la
Casa Blanca autorizó la continuidad de los bombardeos
y otros ejercicios
militares en la isla Vieques.
Paralelamente, violando los Acuerdos de Paz de 1992
suscritos con el FMLN y
también con el pretexto de la lucha contra el
“narcotráfico”, los gobiernos de
Estados Unidos y El Salvador firmaron un tratado mediante
el cual se instaló en el
aeropuerto internacional de Comalapa (a 45 kilómetros
de San Salvador) un
centro de monitoreo de la Marina de Guerra que le permitirá
al Pentágono el
control del espacio aéreo y marítimo de
todos los países centroamericanos.
Asimismo, en una nueva “intervención democrática”
en Haití, el presidente
William Clinton- le impuso al recién reelecto
presidente Jean-Bertrand Aristide (2001-2003) el tutelaje
de la OEA en los asuntos internos haitianos y fuertes
compromisos en la “guerra contra el narcotráfico”,
así como en el control de la
emigración hacia Estados Unidos como condición
para su reconocimiento por la
“comunidad internacional” y para la entrega
de la ayuda económica internacional
que tanto necesita ese empobrecido país caribeño.
En contraste, la Casa Blanca y la OEA aceptaron la
promesa del corrupto y
criminal Presidente peruano Alberto Fujimori (1990-2000)
de convocar a nuevas
elecciones como “solución” al estallido
popular que produjo el descarado fraude
electoral que este había perpetrado con el concurso
de su tenebroso asesor
personal, el agente de la CIA y de los narcotraficantes
Vladimiro Montesinos, al
igual que con el apoyo del Comando Conjunto de las Fuerzas
Armadas. Aunque
esa maniobra no pudo impedir el derrocamiento de Fujimori,
facilitó el posterior
ascenso a la Presidencia de otro subalterno de la Casa
Blanca, Alejandro Toledo.
LA GUERRA TERRORISTA CONTRA EL
TERRORISMO
2001: Inmediatamente después de su fraudulenta
elección a fines del año 2000 y
sin consultar a los gobiernos de Bolivia, Brasil, Colombia,
Ecuador, Panamá, Perú
y Venezuela, el presidente republicano George W. Bush
(2001-2005) anunció el
despliegue de la multimillonaria Iniciativa Andina Antidrogas
–más conocida como
Iniciativa Regional Andina (IRA)— dirigida a complementar
el Plan Colombia y a
asegurar la influencia militar, geopolítica y
geoeconómica estadounidense en la
convulsa región andino-amazónica. Con
tal fin, también presionó al gobierno
de
Brasil –presidido por el socialdemócrata
Fernando Henrique Cardoso (1994-
2003)— para que autorizara al SOUTHCOM a ocupar
la base militar de Alcántara
y pusiera en funcionamiento el sistema de radares que,
con vistas a controlar el
tráfico aéreo y naval en la amazonía,
le había suministrado a las Fuerzas
Armadas brasileñas algunas corporaciones estadounidenses.
Paralelamente, el mandatario estadounidense respaldó
la dura represión
desatada por la policía canadiense contra las
masivas protestas populares que se
desarrollaron en Québec contra la decisión
(únicamente protestada por el
presidente venezolano Hugo Chávez) de la Tercera
Cumbre de las Américas de
concluir, antes de diciembre del año 2005, las
negociaciones del Acuerdo de
Libre Comercio para las Américas (ALCA) que venía
negociando desde 1998 la
Administración de William Clinton con todos los
gobiernos del Hemisferio
Occidental, excepto el gobierno revolucionario cubano.
Para acelerar la “transición” de
este hacia una “democracia de libre mercado”,
la
Casa Blanca promulgó una ley que amplió
el financiamiento de los grupos
terroristas y contrarrevolucionarios de origen cubano
que actúan en Miami, así
como a los llamados “grupos disidentes”
radicados en Cuba. Asimismo, violando
la soberanía de la República Bolivariana
de Venezuela, la USAID, la NED y otras
“fundaciones” estadounidenses ampliaron
su financiamiento a varias
organizaciones venezolanas implicadas en diversos planes
dirigidos a derrocar al
presidente Hugo Chávez (1999-….).
Simultáneamente, y desconociendo todos los acuerdos
que posibilitaron la
solución política y negociada del “conflicto
centroamericano” (1980-1987), el
establishment de la política exterior y de seguridad
de Estados Unidos –
estrechamente aliado con los gobiernos derechistas de
México, Guatemala, El
Salvador, Honduras y Nicaragua— continuó
impulsando la remilitarización del Sur
de México y del istmo centroamericano; sobre
todo, después de los cruentos
atentados terroristas contra el World Trade Center de
Nueva York y contra el
edificio del Pentágono, hecho que fue tomado
como pretexto por los
reaccionarios grupos que asumieron el poder en la Casa
Blanca para revitalizar,
con el respaldo de la OEA y el concurso de la JID, sus
tratados militares y
seguridad con los sectores más represivos de
las fuerzas armadas y policiales del
hemisferio occidental.
En su renovado papel de “policía del mundo”
esos acuerdos deben complementar
la capacidades de Estados Unidos para garantizar “la
seguridad absoluta” de sus
territorio, librar “sus guerras infinitas contra
el terrorismo de alcance global” y
estigmatizar, neutralizar o eliminar a todos aquellos
sectores socio-políticos,
Estados y gobiernos opuestos a la dominación
plutocrática-imperialista. De
inmediato, así ocurrió en Nicaragua; donde,
con vistas a disminuirle sus
posibilidades electorales, el entonces candidato presidencial
del Frente
Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua,
Daniel Ortega, fue acusado por
los voceros de la Casa Blanca de mantener vínculos
con diversos “gobiernos
terroristas”, entre ellos los de Cuba y Libia.
2002: Bajo la presión del gobierno de Estados
Unidos y sobre la base de la
acusación de que esas organizaciones político-militares
practicaban “el
narcoterrorismo”, el presidente colombiano Andrés
Pastrana rompió las
“negociaciones de paz dentro de la guerra”
que, desde hacia cuatro años, venía
desarrollando, por separado, con las FARC-EP y con ELN.
Acto seguido, las
Fuerzas Militares colombianas emprendieron la terrorista
Operación Tanato
(Muerte) contra las fuerzas guerrilleras y la población
civil de los cuatro
municipios desmilitarizados donde se realizaron las
conversaciones con las
FARC-EP y la Casa Blanca solicitó al Congreso
estadounidense la autorización
necesaria para usar toda la voluminosa ayuda militar
entregada o por entregar al
gobierno de Colombia “en una campaña unificada
contra el narcotráfico, las
actividades terroristas y otras amenazas a la seguridad
nacional”. Tal decisión
acrecentó la intervención directa de militares
y “contratistas” estadounidense en el
cruento conflicto colombiano.
Por otra parte, a pesar del rechazo mayoritario de
sus habitantes, la Marina de
Guerra estadounidense reinició sus lesivas maniobras
militares en la isla Vieques,
Puerto Rico, con el pretexto de que esas maniobras eran
“vitales para el éxito de
la guerra contra el terrorismo”. Con igual pretexto
y con mayor o menor éxito,
según el caso, el Departamento de Estado les
exigió a los gobiernos de
Argentina, Brasil y Paraguay su “autorización”
para que los órganos militares y de
seguridad estadounidenses pudieran operar libremente
en la llamada “zona de la
triple frontera”. También logró
que –pese a las acrecentadas protestas
populares— el recién estrenado Presidente
peronista argentino, Eduardo
Duhalde (2002-2003), autorizara la realización
de la Operación Cabaña que,
desde el año anterior, venían desarrollando
las fuerzas represivas fueras armadas de ese país
con la participación de 1500 oficiales de Estados
Unidos,
Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú
y Uruguay.
Por otra parte, con el chantaje de eliminarles los
beneficios comerciales que
unilateralmente les había concedido Estados Unidos
en los marcos de la Iniciativa
para la Cuenca del Caribe (1983) y de la Iniciativa
Andina Antidrogas (1989) y
con la promesa de adelantar con ellos negociaciones
plurilaterales dirigidas a la
suscripción de Tratados de Libre Comercio, en
su primer viaje por América
Latina, el presidente George W. Bush obtuvo el irrestricto
apoyo a su “guerra
infinita contra el narcoterrorismo” de los presidentes
centroamericanos (reunidos
en San Salvador) y de la mayor parte de los mandatarios
andinos (congregados
en Perú). Con diversos argumentos, a esta última
reunión no fue invitado el
presidente venezolano Hugo Chávez; quien en abril
de este año había sido
victima de un frustrado golpe de Estado contrarrevolucionario
aupado por la CIA y
el Departamento de Estado y encabezado por el presidente
de la poderosa
organización empresarial FEDECAMARAS, Pedro Carmona
Estanca. Este,
violando la Carta Democrática Interamericana
(aprobada por la OEA el año
precedente) de inmediato encontró el aliento
oficial del gobierno de Estados
Unidos y de otros gobiernos reaccionarios de América
Latina.
Esa intentona fue antecedida de diversas acciones terroristas
emprendidas por
los grandes monopolios de la comunicación y por
grupos paramilitares de la
derecha venezolana. Igualmente fue acompañada
de una cruenta represión
contra dignatarios y partidarios del gobierno constitucional
de ese país. Meses
después de todos esos acontecimientos, el Presidente
estadounidense dio a
conocer la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de
Estados Unidos, en la que
proclamo el supuesto derecho de ese país a emprender
“guerra preventivas”
contra aquellos Estados del mundo que –en la unilateral
percepción del gobierno
norteamericano— protegieran o financiaran a los
“grupos terroristas”.
A partir de sus enunciados ilegales, guerreristas y
expansionistas, así como
menospreciando a los gobiernos de Canadá y México,
el Pentágono anunció la
creación del Comando Norte responsabilizado con
la defensa y seguridad de
todos el territorio de Norteamérica (desde Alaska,
hasta la frontera norte de
Guatemala), de las colonias estadounidenses en el Mar
Caribe (Islas Vírgenes y
Puerto Rico), así como de Bahamas y Cuba; cuyo
gobierno –con diversas
argucias— fue incluido por el Presidente estadounidense
en “el eje del mal” y por
el Departamento de Estado en su lista de “países
terroristas”. También, sin
mostrar prueba alguna, fue acusado por un alto funcionario
de esa dependencia
de “desarrollar investigaciones de guerra biológica
y de suministrar biotecnología
a otros países que puede ser utilizada por el
terrorismo”.
Según denunció oportunamente el gobierno
cubano, esas falacias perseguían
fabricar nuevos pretextos para justificar ante la opinión
pública internacional una
escalada de las constantes agresiones del gobierno estadounidense
contra la
Revolución; incluidas las sistemáticas
resoluciones contra Cuba que, desde la
administración de George H. Bush (1989-1993),
viene presentado ante la
Comisión de Derechos Humanos de la ONU “el
Gobierno de Estados Unidos y
sus lacayos de diferentes partes del mundo”.
2003: Dándole continuidad a sus agresiones contra
el gobierno constitucional de
la República Bolivariana de Venezuela, la administración
de George W. Bush
apoyó de manera sibilina “el golpe de Estado
petrolero” (incluyó diversos
sabotajes contra las instalaciones de esa industria)
emprendido por los sectores
de derecha, en contubernio con los grandes monopolios
de la comunicación y con
los sectores de la “aristocracia obrera”
petrolera organizados en la oposicionista
Central de Trabajadores de Venezuela. Ante el fracaso
de ese empeño y
desconociendo la soberanía de ese país,
la USAID, la NED y otras fundaciones
estadounidenses financiaron a las principales organizaciones
de la “sociedad
civil” que comenzaron a impulsar un referendo
revocatorio del presidente Hugo
Chávez.
Paralelamente, el aparato de propaganda estadounidense
amplificó su campaña
acerca de la presunta vinculación de ese mandatario
con los mal llamados
“grupos terroristas y narcoguerrilleros”
colombianos. Esa reiterada falacia fue
convergentes con las presiones de la Casa Blanca y del
reaccionario presidente
colombiano Álvaro Uribe (2002-…) –interesado
en amnistiar a los grupos
terroristas y paramilitares de derecha estrechamente
vinculados al
“narcotráfico”— dirigidas a
internacionalizar el conflicto armado colombiano
mediante la participación de las fuerzas armadas
suramericanas y, especial, la de
los países fronterizos con Colombia. A partir
de sus compulsivos compromisos
con su homólogo norteamericano, esa idea encontró
receptividad en los
políticamente desgastados mandatarios de Ecuador
y Perú, Lucio Gutiérrez
(2002-2005) y Alejandro Toledo, respectivamente.
En coordinación con los medios del SOUTHCOM
dislocados en la Base de
Manta, Ecuador— ambos países movieron importantes
efectivos militares hacia
sus correspondientes fronteras con Colombia con vistas
a actuar como “yunque”
de las brutales operaciones militares y de la virtual
“guerra química” contra la
población civil y las unidades guerrilleras de
las FARC-EP previstas en la
“segunda fase del Plan Colombia”.
La administración Bush también presionó
al recién estrenado gobierno de
presidente argentino Néstor Kirchner (2003-…)
para que –además de saldar la
abultada deuda externa con sus acreedores y con el FMI—
autorizara la
realización, bajo la dirección del SOUTHCOM,
del ejercicio contrainsurgente
Águila III con participación de unidades
de las fuerzas armadas argentinas y de
observadores militares de Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay
y Uruguay; pero el
mencionado mandatario rechazó tales demandas
a causa, entre otras, de la
exigencia oficial estadounidense de que le concediese
impunidad a todos los
militares norteamericanos que participaran en esas maniobras.
Con el chantaje
de perder de su ayuda militar, esa exigencia y la consiguiente
suscripción de
Acuerdos Bilaterales de Inmunidad (BIA, por sus siglas
en inglés) fue incorporada
por los sectores más reaccionarios del establishment
de la política exterior, de
defensa y seguridad estadounidense en la agenda de sus
relaciones todos los
Estados latinoamericanos y caribeños signatarios
del Tratado de Roma de 1998
que dio origen a la Corte Penal Internacional encargada
de juzgar diversos
crímenes de lesa humanidad.
En consecuencia, el recién electo Presidente
brasileño Luís Inácio Lula da Silva
(2003-2007) rechazó la solicitud que le había
formulado a su antecesor el
gobierno de Estados Unidas de ocupar la Base Militar
de Alcántara, considerada
como “la puerta de entrada” a la cuenca
amazónica. Igualmente, Lula se distanció
de las persistentes demandas norteamericanas dirigidas
a implicar a las Fuerzas
Armadas brasileñas en una Fuerza Militar Suramericana
dirigida, entre otras
cosas, a luchar contra el “narcoterrorismo”.
A cambio aceptó que estas
participaran en un esfuerzo conjunto con las de Estados
Unidos, Argentina y
Paraguay dirigido a “controlar” la llamada
“triple frontera”; donde –según
las
reiteradas e infundadas afirmaciones oficiales estadounidenses—
operan
diversos grupos terroristas, incluso algunos islámicos.
Paralelamente, la Sección
de Intereses de Estados Unidos en La Habana emprendió
diversas
provocaciones contra el gobierno cubano.
Simultáneamente, violando los acuerdos migratorios
existentes, la Casa Blanca
estimuló el secuestro de algunas naves aéreas
cubanas. A la par, amenazó al
gobierno cubano con adoptar medidas drásticas
en caso que se produjera una
crisis migratoria entre ambos país. Según
la administración Bush, tal crisis sería
considerada “una amenaza a la seguridad nacional
de Estados Unidos”. En razón
de la enérgica respuesta de los tribunales cubanos
frente a los autores del
secuestro de una embarcación de transporte con
sus pasajeros, los aparatos de
propaganda estadounidense emprendieron una nueva campaña
propagandística
dirigida a lograr el aislamiento internacional de la
Revolución Cubana.
2004: Continuando su centenaria política intervencionista
en los asuntos internos
de Haití, fuerzas militares estadounidenses y
francesas ocuparon ese país y
deportaron al presidente Jean-Bertrand Aristide. Inmediatamente
después,
impusieron un gobierno encabezado por el “presidente”
Boniface Alexandre y por
el Primer Ministro, Gerard Latortue. Ante la ilegitimidad
de origen de su mandato
y su incapacidad para controlar la convulsa situación
de ese empobrecido país,
estos le solicitaron a la ONU el envió de una
fuerza multinacional que
contribuyera a la pacificación del país.
Creando un complicado precedente y gracias a las gestiones
de la administración
Bush, esa fuerza militar –identificada con el
acrónimo MINUSTAH— fue
comandada por un General brasileño e integrada
por más de 7 000 afectivos de
diversos países del mundo; la mayor parte de
Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y
Uruguay. La indefinición de objetivos por parte
del “gobierno haitiano” y las
presiones de la Casa Blanca para que la MINUSTAH se
implique directamente en
la represión de los diferentes “grupos
armados” existentes, rápidamente colocó
a
esa fuerza multinacional en medio de fuertes contradicciones
entre los intereses
geopolíticos y geoeconómicos estadounidenses
y las principales demandas de la
población haitiana.
Paralelamente, en un nuevo acto agresivo contra la
mayor de las Antillas, la
administración de George W. Bush dio a conocer
algunos de sus planes dirigidos
“acelerar la transición” de la Revolución
Cubana hacia una “democracia de libre
mercado” y, acto seguido, adoptó un conjunto
de medidas dirigidas a fortalecer su
“guerra económica” contra el pueblo
cubano, así como a fortalecer a los llamados
“grupos disidentes” que funcionan en Cuba
y a los grupos contrarrevolucionarios
y terroristas de origen cubano que actúan desde
Estados Unidos.
En una concesión a esos grupos, la Presidenta
panameña Mireya Moscoso
(1999-2004) ilegalmente “indultó”
a un grupo de cubanos (entre ellos, el convicto
y confeso terrorista internacional de origen cubano
y prófugo de la justicia
venezolana, Luis Posada Carriles) sancionados por los
tribunales panameños por
su demostrada participación en una frustrada
acción terrorista dirigida, entre otras
cosas, a asesinar al presidente cubano Fidel Castro
durante su participación en la
X Cumbre Iberoamericana efectuada en Panamá en
el año 2000. A su vez, como
pago a sus servicios y pese a la solicitud de extradición
del gobierno venezolano,
la Casa Blanca permitió la permanencia impune
en territorio estadounidense de
Posada Carriles y de otros terroristas de origen cubano
estrechamente asociados
con él.
Demostrando el “cordón umbilical”
que la une con los sectores más reaccionarios
de Estados Unidos, la mandataria panameña también
respaldó las demandas de
un alto oficial del SOUTHCOM de formar una fuerza multinacional
capacitada
para defender el Canal de Panamá de “un
ataque terrorista”. Según las
denuncias que se han formulado, esas declaraciones fueron
antecedidas de
maniobras aéreas y navales secretas –llamadas
“Panamá 2004”—efectuadas por
3 000 efectivos militares de Estados Unidos, Argentina,
Colombia, Chile,
Honduras, Perú y República Dominicana;
acto considerado como una agresión a
la reconocida neutralidad del Canal de Panamá
y a la soberanía panameña.
Conceptos parecidos fueron empleados para calificar
la descarada injerencia
oficial estadounidense en las elecciones presidenciales
efectuadas en El
Salvador. En estas, mediante ataques al candidato del
FMLN, Schafick Handal, y
la amenaza de suspender las “remesas familiares”
de los inmigrantes
salvadoreños la Casa Blanca favoreció
la elección de Antonio Saca, candidato de
la reaccionario Alianza Republicana Nacional (ARENA),
partido político
directamente responsable del régimen terrorista
que se instaló en ese país entre
1970 y 1992.
Paralelamente, en Venezuela, la administración
de George Bush hizo todo lo que
estuvo a su alcance para deslegitimar los resultados
del referendo revocatorio
contra el presidente. Sin embargo, fue tal la pulcritud
del proceso que –ante las
vacilaciones del Secretario General de la OEA, César
Gaviria— el propio ex
Presidente estadounidense ames Carter reconoció
la contundente victoria del
líder de la Revolución Bolivariana.
2005: A pesar de una sentencia del Tribunal de Apelaciones
de Atlanta, Estados
Unidos, que declaró ilegitimas las condenas que,
en el año 2003, les había
impuesto un espurio Tribunal de Miami a los que en Cuba
se llaman “los cinco
héroes prisioneros del imperio”, demostrando
su complicidad con los grupos
terroristas de origen cubano que actúan en Miami
y su persistente agresividad
contra el pueblo cubano, la administración de
George W. Bush presentó una
“apelación legal” que prolonga indefinidamente
las condiciones ilegales,
inhumanas y degradantes a que –según los
Relatores de la Comisión de
Derechos Humanos de la ONU— han estado sometidos
durante siete años en cárceles estadounidenses
los ciudadanos cubanos Gerardo Hernández, Ramón
Labañino, Antonio Guerrero, Fernando González
y René González.
Paralelamente, luego de firmar un leonino Tratado de
Libre Comercio con todos
los gobiernos de los países centroamericanos
y de República Dominicana
(conocido con las siglas CAFTA-RD), desconociendo todos
los acuerdos que
posibilitaron la solución política de
la “crisis centroamericana” y las decisiones
previas dirigidas a lograr la “seguridad democrática”
de esa región, así como
luego de diversas presiones contra los gobiernos centroamericanos,
el
establishment de la política exterior y de seguridad
estadounidense concretó la
formación, asesoramiento, entrenamiento y equipamiento
“de una Fuerza de
Acción Rápida contra el narcotráfico,
las pandillas y el terrorismo” integrada por
destacamentos militares y policiales de Guatemala, El
Salvador, Honduras y
Nicaragua.
Con vistas al cumplimiento de las funciones represivas
de esa fuerza
multinacional, también se centralizó San
Salvador “una base de datos sobre esas
pandillas” (conocidas como “maras”)
y comenzó a instalarse en ese país la
Academia Latinoamericana para el Cumplimiento de la
Ley, filial de la Academia
Internacional de Policías con sede en Washington
en la que se entrenaron (y aún
se entrenan) innumerables policías latinoamericanos
y caribeños implicados en
asesinatos, torturas y otros actos sádicos contra
los prisioneros políticos,
comunes y la población civil.
La institucionalización de los órganos
represivos arriba mencionados contó con el
respaldo o la anuencia de todos los mandatarios centroamericanos,
al igual que
de los Presidentes de México y Colombia, Vicente
Fox y Álvaro Uribe,
respectivamente. Como respuesta a la conclusión
del financiamiento
norteamericano previsto para el Plan Colombia, así
como a sus cuestionados
resultados, Uribe continúo impulsando su llamado
“Plan Patriota”, a través del
cual se han venido incrementando el número de
asesores militares y
“contratistas” estadounidenses implicados
en la lucha contra “la narcoguerrillera”;
lo que demuestra la anuencia de la Casa Blanca hacia
las “negociaciones de paz”
que ha venido desarrollando el Presidente colombiano
con los criminales grupo
paramilitares organizados en las llamadas Autodefensas
Unidas de Colombia.
Paralelamente, cumpliendo un acuerdo militar entre
la administración de George
W. Bush y el gobierno paraguayo y con la coartada de
realizar “ejercicios e
intercambios militares bilaterales”, ingresaron
al territorio de ese último país
“fuerzas especiales” y diversos equipos
militares norteamericanos. Según se
denunció, tal despliegue constituye una amenaza
para la autodeterminación del
pueblo paraguayo y para la soberanía nacional
de Argentina, Brasil y Bolivia. En
este último caso, por la sistemática agresividad
demostrada por los medios
oficiales estadounidenses y por sus aliados bolivianos
contra las fortalecidas
fuerzas sociales y políticas que respaldan al
líder popular e indígena Evo
Morales; quien ganó holgadamente las elecciones
presidenciales efectuadas a
fines de este año.
Ese nuevo gobierno popular, los crecientes avances
de la Revolución Bolivariana,
las estrechas relaciones que sostiene con esta la Revolución
Cubana, junto al dinamismo que demuestran los movimientos
socio-políticos populares en Perú y
Ecuador, al igual que la creciente participación
militar estadounidense en el
conflicto colombiano convierten a la región andina
en uno de los epicentros de la
dinámica entre la reforma, la contrarreforma,
la revolución y la contrarrevolución
que ha caracterizado la historia latinoamericana y caribeña.
Por consiguiente, es
de esperar que durante el próximo año
se produzcan en esa región nuevas
agresiones, directas o indirectas, unilaterales o multilaterales
de Estados Unidos
y de sus principales aliados en Hemisferio Occidental.
Como en otras ocasiones
históricas, tales agresiones podrían ser
antecedidas, acompañadas o sucedidas
de nuevas prácticas vinculadas al terrorismo
de Estado.
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