Un Nobel de la Guerra
Por Giovanni Beluche V.
26/02/2009
Erase una vez un pequeño Principado cerca del
ombligo del mundo, bañado por dos océanos
y de riqueza natural incalculable. Lo dirigía
un mortal como cualquier hijo de vecina, pero con ínfulas
de Principito. Se creía escogido por los dioses
del Olimpo para representar la sabiduría en la
tierra. Sus verdades eran absolutas, demasiado elevadas
e incomprensibles para sus iletrados súbditos.
Por avatares del destino y haciendo suyos méritos
de otros, lo llamaron una vez a los grandes reinos de
tierras lejanas, para colgarle del pescuezo un Premio
en nombre de la paz.
El Principito volvió a su tierra casi arrastrando
los pies, porque siempre le quedó grande y pesado
el galardón. Como estaba cansado tomó
vacaciones por 20 años, hasta que un siniestro
grupo de hechiceros, en franco aquelarre, quemó
la Constitución que regía las reglas del
juego y que prohibía la reelección. Volvió
al trono por la gracia de los grandes medios de comunicación
y con el billete de empresarios que no tardarían
en cobrarle las facturas. Lejos de honrar la medallita
por la paz, rápidamente entró en guerra
contra su pueblo, a sus amigos los favoreció
con tantas granjerías y corruptelas que ya los
escribanos se cansaron de anotarlas en los libros de
historia del Principado.
¡El Principito se ha vuelto loco! Como le reclamaban
su indolencia con los más pobres y su entrega
de la soberanía del reino a grandes consorcios
internacionales, le declaró la guerra a su propio
pueblo.
Entró en guerra contra la libertad sindical,
persiguió a líderes sindicales, violó
acuerdos internacionales suscritos por el reino y hasta
despidió de su trabajo a dos dirigentes por denunciar
la corrupción de sus amigos. Para acallar las
voces de protesta declaró la guerra contra la
libertad de expresión, cerró programas
de opinión, porque sus conductores profesaban
opiniones políticas diferentes. Ordenó
a sus ministros y acólitos que cada mañana
estuvieran disponibles para los programas radiales inofensivos,
donde les hicieran entrevistas blandas y culparan a
los trabajadores de todos los males que sufría
el reino.
Su locura fue tal que hizo la guerra contra la naturaleza.
Los serviles de su majestad permitieron mega proyectos
turísticos, condominios de lujo y explotaciones
de piña de exportación destructivas de
los recursos naturales. Para poner el ejemplo, como
corresponde a un mandatario, él mismo autorizó
el funcionamiento de una mina con explotación
a cielo abierto y uso de cianuro. Aves en peligro de
extinción, mantos acuíferos, árboles
y la salud humana deberían sacrificarse en favor
de codiciados billetes verdes de otro reino más
al norte al que le rendía pleitesías.
Sus decisiones debían contar con cierta legitimidad,
la cual garantizó regalando buenas rodilleras
a los magistrados del Tribunal Supremo de Elecciones.
Ordenó: hágase la Guerra contra la legislación
electoral y en un referendo pudo usar recursos millonarios
cuyo origen dudoso nunca fue investigado. No conforme
con eso dispuso de fondos públicos con la complacencia
de los magistrados. Con plata y prometiendo motos a
los incautos de a pie y vehículos alemanes de
lujo a los que andaban en modestos carruajes, llevó
a cabo el más escandaloso fraude que el reino
recuerda.
En ese proceso uno de sus cachorros confesó
su crimen electoral, plasmado en un escandaloso memorando
violatorio de las normas y las buenas costumbres. En
Guerra contra la decencia legislativa, sostuvo a su
desvergonzado primo como diputado.
Como también estaba en Guerra contra la ética
en la función pública, sus pega banderas
y amigos se repartieron, a punta de consultorías,
2.5 millones de dólares que un gobierno asiático
había donado al ministerio de vivienda para la
construcción de casas para familias pobres. Los
infortunados se quedaron sin techo digno y el pueblo
nunca supo para qué sirvieron las consultorías.
Los desfachatados hicieron fiesta con otro pequeño
donativo de 2 millones de billetes verdes para asesorías,
esta vez manejadas desde Palacio. Ambas donaciones administradas
por un banco regional, cuyo Director fue tesorero de
la campaña electoral del Principito. Sobra decir
que nunca se conocieron las bondades de estas asesorías.
Lo que sí se supo fue que uno de sus beneficiarios
fue simultáneamente asesor de Palacio y magistrado
de la Corte Suprema, en clara Guerra contra la independencia
de poderes, propia de la democracia que su majestad
dice profesar.
Todo esto pasaba a vista y paciencia del bufón
encargado de cuidar la hacienda pública, quien
ya antes había dado muestras de su entereza al
permitir el modesto regalo de 90 millones en moneda
local, para pagar los votos de un diputado evangélico.
Ese mismo funcionario, proveniente de “buena familia”
como le dicen a los nobles, declaró la Guerra
contra la educación pública, prefiere
jactarse de tener superávit fiscal que reparar
los servicios sanitarios de tantas escuelas que están
en pésimo estado. Pero eso no importa, los descendientes
de su alteza y sus lacayos van a colegios privados.
Era el preámbulo de la Guerra contra las universidades
estatales. El mismo y flamante guardián de la
hacienda pública, cumpliendo con el Plan Escudo
de su alteza, le reduce el presupuesto a las universidades
estatales. Mientras, los magistrados de la Corte Suprema
se auto recetan un jugoso incremento salarial, sin cuestionamientos
del tesorero de Palacio.
Como sus pajes y allegados trabajan mucho se merecen
ciertas canonjías prohibitivas para los parroquianos,
a quienes con suerte les alcanza para el arroz y los
frijoles. Entonces sobreviene la Guerra contra la plata
de los pobres. En lujoso restaurante los jerarcas se
mandan un festín de viandas y néctares,
sólo digeribles por los estómagos de las
élites sociales. Eso sí, la cuenta la
pagaron con los impuestos del pueblo, con la plata de
los damnificados de terremotos e inundaciones, porque
¡qué desperdicio serían esas delicatesen
en la boca de los desarrapados!
El Principito siente que los días de su reinado
se acaban y acrecienta su Guerra contra los agricultores,
a quienes les niega protección y subsidios, pero
permite los precios abusivos de unas pocas compañías
extranjeras dueñas del comercio de insumos. Como
premio a quienes financiaron su campaña, se inventa
un Plan Escudo para hacer la Guerra contra la clase
trabajadora y las normas laborales. La crisis creada
por el modelo que él defiende la tienen que pagar
los pobres. Deben aceptar medio salario sin que los
precios de la canasta básica bajen a la mitad.
Como trofeo de guerra, a los patrones les promete entregar
la cabeza del código de trabajo y las garantías
sociales que tanto con tanto orgullo ha defendido el
pueblo.
Ya se sabe que no hay mal que dure cien años
ni pueblo que lo resista, así que previniendo
cualquier sublevación de los incómodos
e inconformes, el Principito se prepara para hacer la
Guerra con armas prohibidas. ¡Un Premio Nobel
de la Paz autorizó su uso mediante decreto! y
hoy enfrenta un proceso en el Tribunal Contencioso Administrativo.
Como no han faltado malcriados que se opongan a sus
ilustres decisiones, declara la Guerra y criminalización
de la protesta social. Los delincuentes andan sueltos
y robándole al pueblo, porque los policías
están dándole palos y gases a los pobladores
de Sardinal. ¿Quién los tiene reclamando
el derecho al agua?, ¿no ven que las canchas
de golf de los hoteles necesitan riego todos los días?
Ante tanta guerra el Principito confesó que
está cansado y prepara a su heredera al trono.
Ojalá esta vez los habitantes del reino no se
coman las falsas promesas de cada cuatro años.
Mientras, se siguen preguntando si el galardón
de su majestad era un Premio Nobel a la Paz o a la Guerra.
Y colorín colorado, este cuento NO ha acabado.
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