Pasos para organizar una Asamblea Popular
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La historia es una carrera entre educación y catástrofe

Por Rodrigo Quesada Monge1

Me temo que la frase excelsa de H. G. Wells (1866-1946) con que titulamos este breve ensayo recoja apenas, en el nivel estilístico, lo que, con detenimiento espiritual, esboza o difícilmente insinúa. Nunca fue más cierta que hoy día, cuando nos hemos acostumbrado a vivir con la violencia en todos los niveles del desarrollo humano, como si fuera una virtud, un talento o una habilidad particular. Ser violento, en nuestros tiempos, es una forma lúdica de hacernos creer que estamos vivos, que tenemos el poder, que controlamos nuestras pequeñitas existencias. La cotidianidad se ha saturado de tanta violencia que nuestros amaneceres rara vez tienen atardeceres en lugares como África, Asia o América Latina.

Pero existe la violencia de quien se encuentra solo y la violencia de aquel que se halla abrumado por una compañía ruidosa, exuberante e impertinente. La primera es la de los dictadores, megalómanos y tiranuelos de toda ralea. La segunda es la de las masas, la de las colectividades anónimas, aquellas vulnerables al seductor sonido de las promesas, de los paraísos de ficción y de las utopías sin sentido de la realidad. Porque creemos que las utopías son los andamios ciertos, justos y justificados para los que se encuentran en el más gélido desamparo, y a quienes deberíamos educar para impedir que los hombres solitarios se los arrebaten.

Es curioso, y sin embargo la paradoja tiene un gran significado, que los hombres solitarios son aquellos que se encuentran más acompañados. La soledad del dictador, o de su prospecto, siempre lleva, como savia que recorre sus venas ateridas y endurecidas por los discursos, panfletos y proclamas, el sabor agridulce de los gabinetes ministeriales, de la parafernalia circense de quienes conocen la honradez del teatro, de la actuación insulsa y de los dramatismos tenebrosos cuando se tiene el tridente por el puño.

Es más peligroso, ya lo sabemos, el tiranuelo frustrado que el gran dictador. La angustia que lo sobrecoge porque sus coturnos demagógicos no le dan la estatura con que sueña, lo convierte en una especie de anémona, adiposa y adherida a todo aquel que tenga algo que dar.  Bien vale la pena cualquier sacrificio para llenarse la vida y las comisuras con la baba infecta del hablador, que juega a mago de gran escenario cuando si acaso llega a prestidigitador de barrio. Este pequeño saltimbanqui es por vocación un abusador y, por ello, hay que tenerle mucho cuidado. Cuidado cuando nos habla de educación, si se está refiriendo al adoctrinamiento demandado a los adoradores  de quien se siente “el elegido”, cuidado si nos habla de civilización y se refiere a la simple alfabetización de los que están siempre dispuestos a brindarle los inciensos y los halagos al pequeño dictador de postillón.

Si la historia es una carrera entre educación y catástrofe, nuestros pequeños países centroamericanos y del Caribe, se encuentran de nuevo, como antes y como sucederá en el futuro (hasta tanto nuestros pueblos no se decidan por la utopía realista de tomar sus destinos en sus propias manos), frente a la apremiante decisión de entregársele a un dictadorcillo o jugar a los soldaditos de plomo cuando los grandes grupos humanos se ven sobrecogidos por la escasez, el hambre y el más siniestro desamparo.

Rara vez un dictador educa, y cuando lo intenta deberíamos prepararnos para la catástrofe. La desgracia es que la democracia hace posibles ambas alternativas, sobre todo cuando los pueblos las asumen como juego, como el componente lúdico, ya lo decíamos, de sus más acendradas frustraciones. Es ahí cuando la democracia entra en el nivel del cinismo civilizador, para hacerles creer a las grandes mayorías que se ejerce el poder con el justo norte de quien tiene todas las respuestas, hasta las imaginarias. Por eso el fascismo y el estalinismo siempre bordean a la democracia, cuando es un liberal el que nos hace la defensa de sus principios y de sus valores más cristalinos. La falta de sinceridad, en estos casos, la colma el ego. Infelizmente el ego del dictador es posible gracias a la democracia.

Y por antonomasia el ego del dictador es violento. La sustancia liberal de que está hecha la democracia no atiende a las posibilidades de realización del ego de los dictadores y dictadorcillos, pero las hace florecer. De donde podría deducirse, de acuerdo con una lógica arrevesada y retorcida, que el ego del dictador se despliega en relación directa con las esencias totalitarias de la democracia occidental. El asalto a la razón, tan apreciado por los grandes dictadores que han sido en la historia reciente de occidente, tiene también sus expresiones de maizal en otras latitudes, tal y como lo han demostrado varios países latinoamericanos.

 Dictadores estudiados, leídos, con grados académicos de prestigiosas universidades extranjeras hemos tenido en abundancia en América Latina. De tal manera que la educación no nos prepara, necesariamente, contra la catástrofe que puede significar la sutileza con que se avecina el desencanto en la democracia burguesa convencional, la pérdida de estilo en la toma de decisiones, y la forma en que se evaporan los sueños de las personas comunes y corrientes. Tal democracia es la gran estafa que le engatusaron a la gente desde la Revolución Francesa, y esa misma gente la nutre y la promueve, porque un cambio violento en sus vidas solo es factible si mejora la de sus hijos, de lo contrario, lo sabe el ego del dictadorcillo, uno se engulle la institucionalidad democrática con un resentimiento inveterado que, al estallar, conjura invasiones extranjeras, chantajes y manipulaciones procedentes de las fuerzas menos imaginables: la xenofobia, el etnocentrismo, y una brutalidad inédita en el gabinete del gobernante: aquella sustentada en la más absoluta y total soledad.

Joseph Conrad lo retrata de manera espléndida en su novela Nostromo, mucho antes que las llamadas “novelas de dictadores” (García Márquez, Carlos Fuentes, Uslar Pietri, Asturias y otros) abrieran la veta que la soledad del dictador evoca. La ruta hacia el poder, repitamos este sambenito, es una ruta donde la compañía de otras personas solo se articula en función de que el ego del mandamás no se fragmente y mantenga una integridad ficticia. De tal manera que dicho ego se sustenta (según la mejor tradición del Conde Drácula) de las debilidades, pequeñeces y miserias de quienes lo rodean.

Entonces, el dictadorcillo no educa, hipnotiza, no civiliza, desensibiliza, no engrandece, encoge a la gente. ¡Qué Dios nos libre, en buena letra, del dictadorcillo oculto en cada uno de nosotros¡  Porque la democracia es esencialmente una abstracción a la cual nos acercamos en la medida en que nos alejamos de nuestras vanidades, delirios y pretensiones. El ego del dictadorcillo es la excrecencia que, irónicamente, solo es imaginable en un régimen democrático más o menos elaborado, donde tal elaboración es el producto de pocos, cuya supuesta iluminación es concedida por una mayoría sumisa y cómplice. En el estira y encoge de las alianzas, los espacios compartidos, las triquiñuelas y los acertijos, la democracia burguesa convencional se auto flagela cada vez que un dictadorcillo emerge de su madriguera y nos hace creer que ha sido escogido por Dios. Las democracias occidentales, valga recordarlo de nuevo, tienen esa gran capacidad de auto sacrificio (¿deberíamos decir suicida?), cada vez que un nuevo dictadorcillo asoma sus bigotes tras las bambalinas de una institucionalidad diseñada para servir a su remedo de participación ciudadana. El dictadorcillo sabe que la democracia no fue jamás pensada para que participaran las grandes mayorías, y por ello vende esa imagen. Es consonante con su ego, forjado a lo largo de años de una lucha a muerte con la almohada y el diván del consejero psicológico. Por eso no hay nada más demencial que pretender poner en igualdad de condiciones los delirios personales del dictadorcillo y las aspiraciones utópicas, mayoritarias, de la democracia. Bien se ve, que todo está por hacerse en materia de democracia efectiva.   

 

1.- Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de esta revista.

 

 

 

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