Termino de leer un libro que debería ser objeto de
intenso debate público en nuestro país, aunque
sea en función del ombliguismo que nos aqueja y que
nos hace ver apenas poco más allá de nuestras
narices.
Me refiero a La doctrina del shock: El auge del capitalismo
del desastre, de Naomi Klein, académica canadiense
que es uno de los referentes teóricos obligados del
movimiento antiglobalización.
Chile es protagonista estelar del mismo, pues la autora de
No Logo indica que el golpe de estado de Pinochet y la posterior
aplicación de una política económica
hegemonizada por los Chicago Boys –los discípulos
favoritos de Milton Friedman- fue el punto de arranque de
una verdadera contrarrevolución que modeló el
mundo que hoy vivimos.
El rediseño radical de nuestra economía, llevado
a cabo gracias a la supresión, vía manu militari,
de cualquier forma de oposición a esa reconversión,
le sirve como "caso testigo" que le permite dar
sustento a la hipótesis central que cruza su trabajo.
La tesis de Klein es que el capitalismo ultraconcentrado
emplea constantemente la violencia e incluso el terrorismo
para reconfigurar a las sociedades a su antojo y maximizar
la tasa de ganancias.
Con ella apunta con una estaca de madera hacia el corazón
de quienes, como Friedrich Von Hayek, gurú de Friedman,
y la Sociedad Mont Pelerin, creen que los mercados desregulados
son el único camino que conduce a la libertad y a la
prosperidad.
Klein, que alcanzó el puesto undécimo, el más
alto logrado por una mujer, en el Sondeo Global de Intelectuales,
lista que confecciona la revista Prospect, junto con Foreign
Policy, se remite a las pruebas que le entrega la historia
reciente.
Para ella, el hilo conductor de la ofensiva neoconservadora,
a escala planetaria, es una sucesión de golpes de mano,
asestados con decisión y en forma implacable, que contribuyeron
a instalar un modelo de dominación imperial cuyas paradigmas
políticos fueron en su momento Margaret Thatcher y
Ronald Reagan.
Por esto, en las 606 páginas de su libro, parte por
contar la alucinante historia de cómo un siquiatra
de la Universidad McGill, Ewen Cameron, llevó adelante
en los '50, con el auspicio de la CIA, un experimento destinado
a demostrar que era posible lavar el cerebro de las personas.
Las herramientas necesarias para conseguirlo fueron los electroshocks,
el aislamiento de las víctimas y el suministro de distintos
tipos de drogas con el fin de vencer su voluntad. En el fondo,
nada demasiado diferente a lo que hoy se practica en Guantánamo
o en las cárceles secretas diseminadas por el mundo,
en virtud de la lucha antiterrorista sin tiempo ni espacios
determinados.
Estremece leer la entrevista que Klein le hace en su departamento
de Montreal a Gail Kastner, quien sufría un leve trastorno
sicológico en su juventud, cuando tuvo la desgracia
de caer en manos de Cameron, quien la torturó y le
provocó daños irreparables que la tienen confinada
a una situación de invalidez y dolor permanente.
A causa de esta desalmada manipulación, la CIA fue
condenada a pagar una millonaria indemnización. Pero,
claro, nadie le devolverá los tramos de vida perdida
a Kastner ni a las otras víctimas. Ni la reparará
por las pesadillas que hasta el día de hoy sufre cuando
recuerda sus padecimientos a manos de este siniestro médico
que creía que, a punta de electrodos, podía
reconvertir, como él quisiera, la mente humana.
Trascartón, Klein habla del otro "doctor Shock":
de Friedman y sus muchachos, y cómo, con el apoyo de
Arnold Harberger, más el aporte de dineros federales,
los economistas de la escuela de Chicago comenzaron a hacer
de Chile -incluso antes del golpe de 1973- el laboratorio
que a la larga hizo que los chilenos cumpliéramos el
papel de "conejillos de Indias", en un experimento
de carácter global.
El enfoque del libro, por tanto, también es global.
Klein salta de Chile a Polonia, y de Polonia a Sudáfrica,
y de ésta a la Rusia de los "oligarcas",
fundada por Boris Yeltsin, o a la pobreza estructural que
desnudó el huracán Katrina y a la oportunidad
que allí algunos vieron para reconstruir Nueva Orléans
al más puro estilo libremercadista.
Repasa, asimismo, lo que llama el "saqueo de Asia"
donde los "tigres" fueron castigados por mantener
barreras que conspiraban contra un mercado mundial sin limitaciones.
Y cuenta la experiencia de Indonesia, Tailandia, Filipinas
y Corea del Sur, donde pujantes empresas como Daewoo fueron
compradas a vil precio por las multinacionales, una vez que
se atacó a su moneda y a su economía en su conjunto.
En el caso de Irak, revela de qué manera "halcones"
como Dick Cheney o Donald Rumsfeld eran ya los "pichones"
promisorios del Partido Republicano cuando Nixon y Kissinger
hacían de las suyas. Y la trama de intereses materiales
oculta detrás del ataque a Irak, que a la larga favoreció,
sin duda, a empresas como Blackwater o Halliburton.
La conclusión, después de leer este trabajo,
es amarga: el mundo está gobernado por tiburones despiadados
que no temen conducir a la humanidad al desastre, si es que
en el camino se pueden echar unos millones de dólares
más el bolsillo.
Nada nuevo, dirán ustedes. Nada que no se sepa de
antemano. Pero lo que justifica y da sentido al gasto de tiempo
que presupone la lectura de este grueso volumen, es que aquí
están sistematizados y reunidos datos que -más
allá de cualquier ideologismo o prejuicio previo-,
hacen que uno deba tomarse muy en serio lo planteado por Klein.
Se podría decir incluso, para cerrar estas líneas,
que su feroz reclamo contra la abusiva concentración
de poderes y la "puerta giratoria" que lleva hoy
en Washington de la empresa privada a los cargos públicos
y viceversa, es antes que nada una postura ética que
denuncia a un sistema que traicionó a sus propias bases.
No por nada, Klein cita, por ejemplo, a Franklin D. Roosevelt,
quien no dudó alguna vez en alertar contra los que
se aprovechan de los conflictos bélicos para su propio
beneficio. "No quiero ver ni un solo millonario en Estados
Unidos surgido como resultado de este desastre mundial",
dijo Roosevelt en su momento, refiriéndose a la II
Guerra Mundial.
Y lo que se pregunta Naomi Klein, con toda razón,
es qué habría dicho entonces al ver al vicepresidente
Cheney ligado a la corporación Halliburton, con jugosos
contratos para la "reconstrucción de Irak".
O al ex secretario de Estado Donald Rumsfeld, con acciones
en la empresa que produce un antídoto contra la gripe
aviar, en medio de la histeria de un posible ataque biológico
que sobrevino luego del 11/9.