Fujimori,
el «Drácula» del Perú
Ex-presidente
condenado por criminal:
el
japonés enjaulado
Por Cristina Castello
Fue
un presidente constitucional de facto. Y
este contrasentido no es metáfora. En el Poder del Perú desde 1990 hasta el
2000, fue tirano y criminal. Así lo declaró
la Justicia el pasado 7 de
abril, y lo condenó a 25 años de prisión, por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Fue uno de los instrumentos necesarios
para que los USA impusieran el neoliberalismo a ultranza en los ’90, uno de los
antecedentes de la crisis mundial. «Drácula» no dejó ningún supuesto enemigo, sin torturar. Ni siquiera su primera esposa, Susana
Higuchi, se salvó de esa gracia. La
madre de sus tres hijos declaró que fue martirizada no menos de 500 veces, por
orden de su esposo, el presidente constitucional.
Imposible
hablar de Fujimori, sin mencionar al presidente actual del Perú, Alan García
Pérez, ya se verá. El pájaro enjaulado no se privó de cometer barbaries, ni de
decir mentiras. Justo cuando debía exponer su programa de gobierno en
la Semana Santa del ’90,
dijo que se había intoxicado con bacalao. Apodado «El Chino», se rebautizó «Chinochet» en honor a uno de sus colegas de genocidios, Augusto Pinochet.
Habló o calló según sus conveniencias. Pero sobre todo, asesinó. Furia
devoradora por el Poder, para ganar las elecciones, escandalizó al Japón cuando
—grotesco— hasta bailó un vals en la televisión. Después, el actual mandatario
Alan García, siguió su ejemplo. Para
ganar los votos de la juventud, su figura obesa danzó frente a las cámaras, al
compás del reggaetón. A los gobernantes asesinos del Perú les gusta
bailar.
Tan
hábil para matar como para arropar su cobardía, consiguió súbitamente la
nacionalidad japonesa y huyó a Tokio, en noviembre de 2000. Fue cuando se
descubrió la red de corrupción, de la que formó parte, encabezada por el
entonces jefe de los Servicios de Inteligencia (SIE) e informante de
la CIA
norteamericana, Vladimiro Montesinos,
personaje tan abyecto como su jefe, y
a quien la justicia universal –que asoma, a veces— quiere ver en prisión.
Desde la ciudad sede del
gobierno de Japón, el evadido renunció a la presidencia, en noviembre de 2000 de una manera inaudita. Envió un fax y... ¡ya
está! Caramba qué originalidad, inédita incluso en los anales de las felonías,
que consuma el hombre cuando está en el Poder. Y fue más lejos: por temor de
que la flamante ciudadanía japonesa no fuera suficientemente segura para
ampararlo de la ley, se postuló al congreso nipón; buscaba la inmunidad parlamentaria. Después, y
con el propósito de presidir de nuevo el Perú, regresó vía Chile, donde fue
hecho prisionero, y finalmente extraditado.
Ahora,
condenado por la justicia peruana y en prisión, en el mundo se lo conoce como
el reo Fujimori. ¿O acaso hay que
apelar a eufemismos, cuando el sacrilegio es el terrorismo de Estado, nada más y nada menos? Es un reo, otro más.
No
tiene traje a rayas, ni está marcado con un número, como las víctimas de los
campos de exterminio, o como los seres que él ordenó lacerar; o como estuvieron
tantos otros cuyas muertes decidió. Al contrario, tan furioso como gélido, aún
detrás de las rejas sigue queriendo imponer su siembra de muerte, hambre y
desolación, a través de una de las hijas de la madre martirizada por orden de
su papá. Keiko Fujimori, su bebé, lleva la antorcha de sombras que su padre le
legó, y la esgrime como bandera en su candidatura presidencial.
«Chinochet» saldrá de
prisión en el 10 de febrero de 2032. Nacido en 1938, tendrá 94 años: ¿llegará? ¿Llegará a esa edad, y llegará
a cumplir la condena, que el presidente actual lucha por burlar para que su
cómplice recupere la libertad?
Los cargos que
la Justicia probó, fueron los
crímenes de lesa humanidad en Barrios Altos y
la Universidad de
la Cantuta, y el secuestro
agravado al periodista Gustavo Gorriti y al empresario Samuel Dyer.
Masacres que implicaron torturas y
genocidio, el asesinato de 25
personas, entre ellas un niño de 8 años, bajo el fuego asesino de un escuadrón
de la muerte.
El
trabajo impecable de los tribunales peruanos, es un hito en la historia de
la América morena. De
hecho, algunos militares argentinos fueron condenados, y también Pinochet en
Chile, quien estuvo prisionero en su domicilio, en razón de su edad avanzada.
Pero, de los tres, el de Fujimori es el único caso de un presidente que habita,
por fin, en una mazmorra, habiendo sido elegido por el voto ciudadano, aunque
después haya ejercido un gobierno de facto.
Él aúlla que
apelará, para no purgar sus crímenes; y no sólo ante las instancias habituales
de
la Justicia;
también ante
la Corte Interamericana
de Derechos Humanos, la misma que antes le parecía terrorista. Otra es la cuestión
del «Cuarto Poder» —los medios más influyentes—: en realidad, un poder de cuarta, con la suma de poder;
entre los cuales hay un caso paradigmático, a propósito del fallo para «Chinchonet».
Bamboleos
Las expresiones del diario «New York
Times» sobre la condena, parecen una
pieza de ética. La calificó de «alentadora»
y puso el acento en la conducta ejemplar de
la Corte Suprema del
Perú, por haber enviado al reo a prisión. Detalló prolijamente las pruebas de
muertes y torturas: se escandalizó y estalló de alegría
porque los
crímenes de lesa humanidad no deben permitirse; y, si ocurren, merecen
punición, siempre según la mirada del diario de los USA.
Y fue
más lejos, dijo lo que tantos peruanos claman con ardor: que la sentencia es un
aviso serio para el presidente actual.
Desde
luego. Durante la primera presidencia de Alan «Caballo loco» García Pérez en el Perú, se organizó el Comando Rodrigo Franco, que barrió poblados andinos enteros, las matanzas de campesinos eran
habituales y también los desaparecidos.
En el ’85 había ordenado
la Masacre de Accomarca, donde el Ejército peruano
asesinó 45 personas. Y dos años antes, el 19 de junio del ’86, se ejecutaron extrajudicialmente
más de 200 prisioneros de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara. En el ’88
siguió su derrotero de muerte, con
la Masacre de Cayara, cuando treinta personas fueron
exterminadas, y hubo decenas de desaparecidos.
Al
igual que en el caso del «Chino», se instruyeron
contra él, diversas causas por crímenes
de lesa humanidad, que eludió gracias a la ayuda del cómplice japonés. Y hoy, sigue encarcelando inocentes, persiguiendo
a poetas, matando aborígenes e intentando liquidar
la Amazonia peruana. Pero no
se queda ahí.
Alan García cobijó también al venezolano Manuel
Rosales, un delincuente, de la oposición
chavista, buscado por
la
Interpol por delitos comunes: enriquecimiento ilícito y
corrupción. Más: ya está sellada la
alianza Keiko Fujimori-Alan García, para seguir poblando de hambre y muerte al
pueblo peruano, bajo una dictadura donde
impere el terror. Si logran esos objetivos, Drácula sería liberado dentro de
dos años y el presidente actual no sería juzgado jamás.
Mientras tanto, así como los niños
balancean su pureza, cara al cielo, en los columpios de los parques de
diversiones, el «New York Times» se bambolea entre dos extremos, aunque jamás
con cielo. Sostuvo y sostiene que
Fujimori hizo maravillas cuando llegó
al poder, ya que detuvo una inflación
galopante; en una palabra: porque instauró el neoliberalismo a ultranza,
como un alumno obediente de Norteamérica.
En una
palabra: celebra que se haya hecho justicia con el mismo reo al que sustentó.
¡Recórcholis! Si, justamente, la violencia, los crímenes de lesa humanidad y el
Estado de terror, fueron el andamiaje necesario para imponer las políticas económico-financieras del Régimen.
¿O acaso el «New
York Times» ignora que el Perú es el patio trasero de los EE.UU.? Sirva como
triste ejemplo, que desde el 23-08-90 la embajada norteamericana en el país de
Túpac Amaru y César Vallejo, sabía detalladamente el plan fujimorista de operaciones, para
realizar asesinatos. Las pruebas están en manos del Archivo de Seguridad
Nacional, de uno de sus analistas, Meter Kombluh, y de Kate Doyle testimonio experto en el
juicio a «Chinochet».
El
japonés, cierto, de nada malo se privó. Documentos
secretos confirman que, junto a su ex asesor Vladimiro Montesinos, ayudó a
Carlos Menem cuando era presidente, a ocultar información sobre contrabando de
armas de Argentina a Ecuador. Él y su «comunidad de inteligencia», supieron de
los preparativos para el comercio ilegal de fusiles, no bien éstos comenzaron. «Gracias» a la complicidad del nipón, decenas de oficiales y soldados peruanos,
perdieron la vida en Alto Cenepa y nadie fue sometido a juicio.
Menem está procesado por
la Justicia argentina; pero
mientras tanto, goza de abultados ingresos como senador nacional; y él y el
Drácula del Perú, fueron el punto de partida para la proliferación de los políticos de la farándula, genuflexos frente al Imperio. Los dos fueron precursores de la
enajenación de sus países: de la venta a precio vil de empresas estatales
nacionales, a empresas estatales extranjeras, en la mayoría de los casos. Y,
tanto o más grave, los dos vaciaron la vida de su sentido trascendente: el de
ser vivida como una estética, que contenga la ética.
Sin máscara
70
años tuvo para aprender la fraternidad, pero eligió el camino inverso.
Ingeniero agrónomo, físico, matemático, devenido político. Naoichi y Mutsue Fujimori, sus padres
lo vieron nacer en el Perú, adonde habían acudido en busca de trabajo y buena
calidad de vida. El Perú se los dio, y el hijo se encargó después de arrasar el
país que les brindó bienestar.
Fue
con «Cambio 90» que Fujimori se postuló a la presidencia en las elecciones de
aquel año. Su contrincante era el escritor de derechas Mario Vargas Llosa. Después de haber obtenido un escaso
20% de sufragios, en el ballottage se
acreditó la presidencia con el 60%. Trampas de la vida, recibió el respaldo de
varios grupos de izquierdas; y, por
cierto, el de su cómplice Alan García, por entonces primer mandatario, por el
APRA.
Salvo para matar, al comienzo de su
mandato Drácula se mostró sin máscara. Sin máscara, su gobierno dependió
—directamente— de la asesoría de Norteamérica, y del Fondo Monetario
Internacional (FMI), con una participación activa del agente de
la CIA el ex capitán Vladimiro Montesinos. Sin máscara,
en 1992 —mediante la violencia y con la ayuda de las Fuerzas Armadas— disolvió
el Parlamento y suspendió el Poder
Judicial, en lo que se conoce como «autogolpe»; y aprobó una nueva constitución, que le
dio la suma de poder.
Terminó
con el grupo ciertamente terrorista «Sendero Luminoso»; y también con el Movimiento Revolucionario
Túpac Amaru (MRTA), de muy distinto origen y objetivos que Sendero. No, no «terminó»: exterminó a los integrantes, a fuego
abierto, mediante torturas sofisticadísimas y desaparición forzada. El terror
de Estado, en lugar de
la
Justicia. Y mientras seguía su siembra de muerte, ganó de
nuevo las elecciones en 1995 frente al ex Secretario General de las Naciones
Unidas, Javier Pérez de Cuéllar.
Le llegó el final, ¿el final?
Fue
recién a fines de los ’90 que la ciudadanía comenzó a despertar; a descubrir la
corrupción y la crueldad. En 2000 «Chinchonet» ganó de
nuevo la presidencia, pues su opositor, Alejandro Toledo, se retiró sin
participar de la segunda vuelta electoral. Y todo se precipitó. A través de un
video, salieron a la luz infinitos actos de su perenne corrupción. Entonces el valiente Drácula, a quien no le había
temblado la mano para las órdenes de asesinar, huyó. Y entonces, el Japón, y
entonces, su renuncia por fax. Atrás
había quedado también —se había salvado— Susana Higuchi, torturada por orden de
su esposo siempre bestial. Y de los cuatro hijos de la pareja, él no ve sino
por los ojos de una ellos, Keiko, su bibelot.
En 2006
Fujimori se casó con la poderosa empresaria nipona —propietaria de hoteles y
campos de golf— Satomi Kataoka, hoy 42
años, para asegurarse de no ser rechazado en el país de su sangre oriental. El
matrimonio se hizo legal a las tres de la madrugada y en ausencia.
—«Yo siento que eres parte de mi destino. Quiero casarme
contigo», dijo
entonces el actual presidiario a su japonesa.
— «Él
me dice que me ama, y yo también lo amo, pero lo admiro más como ser humano.
Fujimori llenó un vacío en mi corazón y fue él quien me salvó espiritualmente.
Él me brindó cariño y calor humano», dijo la japonesa, sobre su peruano-japonés. Ahora
Kataoka ve a Fujimori como un Cristo que está siendo sacrificado, y al
juez y al fiscal como demonios.
Demonio «Chinochet»:
La madre de sus hijos fue
vendada, encapuchada, sometida a electroshock y torturada hasta casi morir.
—«Cuando estemos
lejos, si se siente solo, que se lleve a mi perro», había reído la japonesa.
Hoy nadie ladra en la prisión del
Drácula del Perú, pero la justicia universal clama por escuchar el aullido
enjaulado de Alan García Pérez, para que Nunca Más.
*Cristina Castello es poeta y
periodista, bilingüe (español-francés) y vive entre Buenos Aires y París.
http://www.cristinacastello.com
http://les-risques-du-journalisme.over-blog.com/
* Este artículo es de libre de reproducción,
a condición de respetar su integralidad y de mencionar a la autora y a la
fuente.