EL
FANTASMA DEL VOTO NULO
Luis
Hernández Navarro
El
fantasma
del voto nulo asusta a la clase política mexicana.
Sin distingo de siglas o ideologías, los dirigentes
de todos los partidos políticos, sus intelectuales
orgánicos, la Iglesia católica y las instituciones
electorales temen que este 5 de julio los ciudadanos
no voten por alguna de las siglas estampadas en las
boletas electorales.
Al igual que acontece cuando después de un accidente
automovilístico de relativa gravedad el chofer
tarda un tiempo en calibrar la magnitud de los daños,
los políticos profesionales no terminan de evaluar
el tamaño del golpe que presienten. Apanicados,
se echan la culpa unos a otros del crecimiento de la
ola abstencionista. Andrés Manuel Lopez Obrador
y Jesús Ortega responsabilizan a la derecha.
Los panistas señalan con el dedo índice
al Partido Revolucionario Institucional (PRI) porque
es el que tiene mayor voto duro. El tricolor
pide que se investigue si la campaña proviene
de grupos conservadores o del gobierno federal. La jerarquía
católica advierte fracaso democrático
y triunfo del totalitarismo. El Instituto Federal Electoral
(IFE) señala que es responsabilidad de los partidos
que los votantes acudan a las urnas.
Las causas de esta oleada son, sin embargo, más
sencillas. La clase política mexicana agotó
ya sus últimas reservas de credibilidad. El sistema
de partidos se colapsó. El país no cabe
en el régimen político. Doblegadas ante
los grandes consorcios mediáticos, las instituciones
de organización y vigilancia electoral están
sumidas en el descrédito.
Existe una creciente y profunda desconfianza de amplios
sectores de la ciudadanía con los mecanismos
de representación y mediación política
institucional. Esta mezcla de malestar, incredulidad
e indignación no se concentra en un partido,
un funcionario o un representante en especial, sino
que involucra a la mayoría. Muy pocos se escapan.
La corrupción mancha a casi todos. Los partidos
padecen inacabables conflictos internos. Las peleas
entre las personalidades políticas de mayor renombre
son interminables.
En estas circunstancias ningún acontecimiento,
por grave que sea, permanece mucho tiempo en la agenda
pública. Un escándalo tapa a otro. Su
vida es fugaz.
Además del agotamiento del régimen y el
hastío y la desconfianza ciudadana, la eclosión
de quienes promueven la anulación del voto y
de quienes piensan abstenerse no es ajena a seis hechos
que han modificado la fisonomía del país
y que los políticos no parecen haber comprendido
cabalmente.
El primero es la emergencia de las redes informáticas,
que han generado, sobre todo entre los jóvenes
urbanos, nuevas sensibilidades y distintas formas de
relación. La campaña crece en Internet
y desde allí ha saltado a los medios escritos
y electrónicos.
El segundo es la changarrización de la
base productiva y la precarización laboral que
han disuelto identidades y lealtades tradicionales asociadas
con el mundo del trabajo y con la compra y coacción
del voto. Aunque se conservan clientelas electorales
de base territorial susceptibles de ser movilizadas
sobre la base de programas asistenciales, éstas
distan de ser mayoría entre los votantes.
El tercero es el creciente número de conflictos
sociales en todo el país que se desarrollan al
margen de los partidos políticos o de los intermediarios
sociales tradicionales. Centenares de protestas de indígenas,
campesinos, trabajadores, pobres urbanos, mujeres, defensores
de derechos humanos, ecologistas han surgido en todo
el país. Muchas se han radicalizado. Con frecuencia
han desbordado los canales institucionales para atenderlas.
Algunas, inclusive, han decidido darse sus propias formas
de gobierno. El pobrerío anda alborotado y las
elites están temerosas con ese alboroto. Quienes
participan en estas movilizaciones no ven que la solución
de sus problemas dependa necesariamente de votar por
un candidato en particular. Con la izquierda partidaria
dividida y una parte muy importante de su liderazgo
desprestigiado, en estos comicios la polarización
social se expresa marginalmente en la vía electoral.
El cuarto es la constitución de una corriente
de opinión en favor de la anulación del
sufragio entre sectores de las clases medias, académicos
e intelectuales, que en el pasado fueron promotores
de las distintas variantes del voto útil,
y que ahora no están dispuestos a dejarse arrastrar
por el dilema de sufragar por tal o cual partido en
específico o ser avasallados por el peligro mayor.
El quinto es la agresiva campaña contra partidos,
clase política y Congreso de la Unión
que los grandes medios de comunicación electrónicos
efectuaron como parte del pulso alrededor de la reforma
electoral de septiembre de 2007 y la sustitución
de los funcionarios del IFE. Los concesionarios de radio
y televisión exhibieron públicamente algunas
de las miserias de legisladores y dirigentes partidarios.
El sexto es el éxodo que ha arrancado a millones
de personas de sus lugares de nacimiento y trabajo,
y ha hecho de la migración (tanto interna como
hacia Estados Unidos) y la deslocalización territorial
un fenómeno central del México contemporáneo.
Hace más de seis años el EZLN anunció
el colapso de la clase política que la actual
campaña en favor del voto nulo y/ o la abstención
evidencia. Para escándalo de algunos, los alzados
no diferenciaron en su análisis partidos ni personalidades.
Su diagnóstico ha demostrado ser certero.
En 2001, al legislar simulando reconocer los derechos
de los pueblos indígenas, la clase política
cavó un foso insuperable con amplios sectores
de la sociedad mexicana. Cualquier regeneración
de la política en este país provendrá
no de los sótanos de San Lázaro ni del
Palacio de Covián o de Los Pinos, sino de abajo
y a la izquierda.
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