De una fábrica de licores
a centro de arte.
Costa Rica estableció una fábrica nacional de licores, allá por mediados del siglo XIX, poco después de que la invasión extranjera fuera repelida, y con el afán de extraerle a la población algunos impuestos que le hicieran posible al estado costarricense recuperarse ligeramente del impacto de la invasión, y de la crisis demográfica que había padecido la nación a consecuencia de la cantidad de cadáveres que el cólera, otro efecto de la guerra, había dejado insepultos en los campos de batalla, y principalmente en los ríos.
Las instalaciones de esa fábrica de licores, que abasteció durante años a los bares y cantinas de nuestro pueblo con el aguardiente requerida para olvidar penas y problemas, se encuentran en el puro centro de la ciudad de San José, un lugar feo y triste, donde los costarricenses fuimos capaces de convertir, por ejemplo, el viejo y bello edificio de la biblioteca nacional, en un parqueo para automóviles. Hemos arrinconado en la memoria a los barrios de clase, cuyas edificaciones hoy han terminado en manos de extranjeros quienes las han convertido en hoteles, hostales y moteles. El esfuerzo que tendrá que hacer la municipalidad de San José, para devolverle a la ciudad el glamour que alguna vez reportaran los viajeros anglosajones y franceses de fines del siglo XIX como algo irrepetible en el resto de Centroamérica, tendrá que ser ingente y generoso.
Pero las instalaciones de la fábrica nacional de licores, hoy convertidas en un centro de arte, donde los silos, la tubería y los alambiques abrieron paso a teatros, salas de conferencias y oficinas de investigadores y promotores de la cultura, pueden terminar convirtiéndose, finalmente, en un supuesto centro cívico, donde el actual Presidente de la República, Premio Noble de la Paz, y el latinoamericano con más doctorados honoris causa (46), piensa trasladar la casa presidencial. En ese centro cívico estarían como vecinos también los otros edificios del Tribunal Supremo de Elecciones, la Biblioteca Nacional, y la Asamblea Legislativa. Además del viejo y enamoradizo parque nacional, donde se encuentra el monumento a la gesta heroica contra la invasión extranjera a la que nos hemos referido arriba.
Ahora bien, la idea de transformar la vetusta fábrica de licores, como decíamos, hoy convertida en un centro de arte, donde se hallan también las oficinas del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, en el nuevo domicilio presidencial del Dr. Oscar Arias Sánchez, no tuvo muy buena acogida por parte de la comunidad artística costarricense, debido a múltiples razones. Una de ellas es que, el Ministerio de Cultura, uno de los más descuidados, esperó durante años dónde ubicarse, puesto que en el pasado tuvo que compartir edificios con otros ministerios. Pero además porque, si el edificio de la Asamblea Legislativa está repleto de ratas y la biblioteca nacional no tiene los mínimos recursos para impedir que la colección de diarios viejos se caiga a pedazos en las manos, los desplantes de amo y señor “de estos feudos” del Señor Presidente, nos recuerdan mucho el sentido de aquel refrán de uno de nuestros expresidentes “para qué tractores sin violines”.
Desalojar al personal del centro de arte para instalar allí a la casa presidencial cumple con el propósito, inveterado en la mayor parte de las capitales de América Latina, de encontrarle a los políticos un cuartel central de operaciones (llámese centro cívico o como se quiera), donde puedan ejercitar la más insulsa e improductiva de las actividades humanas. Pero además, el gesto refleja la poca importancia y relevancia que pueden tener los quehaceres artísticos en un país donde las iglesias coloniales se caen en trozos, los intelectuales tienen buscar vida en otros lugares del mundo y los artistas son considerados como individuos extraños o anormales.
Este atentado contra la cultura costarricense no es nuevo, es más bien parte de nuestra mentalidad considerar irrelevante todo aquello que no es productivo, es decir, en buena terminología burguesa: eficiente en términos capitalistas. Y para los políticos latinoamericanos de hoy en día, la productividad empresarial, la innovación tecnológica y otros afanes del pensamiento clásico burgués, tienen muy poca relación, quizás ninguna, con el quehacer y la promoción artísticos. Dicha situación es realmente aterradora puesto que, en un país pequeño como Costa Rica, podemos esperar que, en un nuevo delirio de grandeza, a nuestro flamante premio Nobel se le ocurra convertir al Teatro Nacional, una joya arquitectónica del siglo XIX, en el lugar donde puede alojar las oficinas de los tribunales de justicia, o quizás a la Contraloría General de la República, uno de los instrumentos más eficaces con que cuenta el país para establecer nuestros niveles de productividad. ¿¡Y por qué no al Banco Central?!
Pudiera ser que, como al Teatro Nacional se lo está devorando la polilla, el Sr. Presidente no esté interesado en trasladarse ahí o en trasladar otras oficinas de gobierno, pero recordemos que, en América Latina, muchos mandones y prepotentes han terminado por convertir los monumentos de la historia de los pueblos en asuntos atinentes a la frivolidad de los ignorantes y los incultos, según su perspectiva. Esos pequeños gestos de indiferencia y estulticia hacia las preocupaciones de los artistas e intelectuales en Costa Rica es un tema viejo, Oscar Arias no será el primero para el cual, en este país, los asuntos de la cultura constituyen meramente un barniz del cual nos servimos con fines de imagen pública.
Indefectiblemente el destino de la vieja fábrica de licores estará en manos del Sr. Presidente, pero el surgimiento de ahí de una nueva casa presidencial no modifica para nada el viejo patrón cultural del costarricense promedio, a pesar de sus estudios en Europa, de visualizar y acercarse a los grandes problemas de la cultura con el tosco principio de que solo los dispositivos de la producción en el país deben contar con un alojamiento digno. Lastimosamente, con todos sus doctorados y premios, la mayoría de nuestros políticos no remontan el perfil del costarricense de la calle quien considera que es más importante un partido de fútbol que un libro, una sinfonía o una luminosa exposición artística.
Muchos de nuestros artistas y escritores han vivido y han muerto en el extranjero, tal es el caso de Yolanda Oreamuno, Eunice Odio y Francisco Zúñiga, solo para mencionar unos pocos, pero ello, en gran parte, ha sido el producto del mal manejo de la cultura con que se ha desplegado la burricie de los políticos, de los ministros de cultura, así como de sus supuestos agentes culturales. Desgraciadamente en Costa Rica esta situación solo reproduce lo que sucede en otras partes de América Latina. Si primero convertimos una prisión en museo científico para los niños, ¿por qué dar el paso para atrás y convertir una fábrica de licores (hoy centro de arte) en casa presidencial? ¿Por qué si los cuarteles del pasado hoy son museos, queremos insistir en el manoseado sambenito de dejar a los artistas en la calle porque no generan nada productivo y los políticos sí? ¿Será que para los políticos latinoamericanos no hay diferencia entre museos, prisiones, fábricas de licores y edificios donde alojar a los supuestos poderes de la república?
Rodrigo Quesada
Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de esta revista.
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